John Le Carré, el adúltero en serie

Matías Vallés

Matías Vallés

John Le Carré engañó a sus dos esposas todas las veces que pudo y alguna más. También traicionó a sus amantes, no siempre con sus esposas. Este cóctel convierte a The secret life of John Le Carré en el libro más apasionante del otoño. Su autor Adam Sisman, que también firma la biografía canónica del mejor escritor de novelas de espías de la historia, no se somete a ninguno de los dictados woke. Describe con naturalidad las andanzas que hoy obligan al reproche izquierdista. Más difícil todavía, explica las aventuras libidinosas como lances inseparables de la creatividad del novelista prolífico. Por tanto, conviene apresurarse a leer esta romántica narración antes de que la prohíban.

La vida secreta de John Le Carré devuelve al lector a los tiempos de la guerra fría y el sexo caliente. Tras destripar decenas de amoríos, Sisman plantea el dilema fundamental sobre su personaje real, «¿fue un adúltero despiadado o un romántico incurable?» La respuesta previsible es «ambas cosas», pero la clave literaria de este apéndice biográfico establece que el novelista no suprimía, sino que exprimía a sus amantes. Sin la violencia de Picasso, salvo en una escena a brazo partido, pero con intensidad paralela. Hay cartas semejantes en devoción de Graham Greene a sus enamoradas, pero este católico torturado mantenía las distancias frente a la implicación masiva del autor de La chica del tambor.

La visión que Le Carré ofrece de sus amoríos en una carta a su biógrafo es lógicamente exculpatoria, «un viaje por territorios inexplorados, en un intento vano de encontrar a la mujer primordial». Sin embargo, la faceta más apasionante para un ejército de lectores consiste en precisar la influencia del sexo paralelo en la obra literaria. Sisman establece que «ya septuagenario, Le Carré perdió algo de entusiasmo por la caza». Y la coletilla renovará los bríos de los canceladores, «sin una nueva musa para cada libro, su inspiración se secó».

La víctima de Le Carré fue especialmente su segunda esposa, Valérie Jean Cornwell. Se encargaba de la intendencia mientras su famoso esposo creaba y amaba apasionadamente, escondiendo sus idilios con las mismas tácticas de espionaje que en sus novelas. Pisos francos, mensajes en árboles, correos a un intermediario. La situación recuerda demasiado a Charo Conde con Camilo José Cela, por no hablar de las Diosas Blancas décadas más jóvenes que encadenaba Robert Graves en Deià. Claro que tuve ocasión de preguntarle a su esposa Beryl Graves por las tensiones matrimoniales que conllevaba alojar en casa a las modelos de su marido, y me respondió sin vacilar:

-Usted no ha entendido nada.

El autor de La vida secreta de John Le Carré confiesa mohíno que «no me sentiría cómodo sometiendo mi vida privada al escrutinio público». En efecto, solo la fama de su presa convierte en apasionantes sus adulterios en serie.

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