Barrer para dentro

Los niños tienen necesidad de ser mirados, acariciados, nombrados.

Los niños tienen necesidad de ser mirados, acariciados, nombrados. / REME PICÓ

Mari Carmen Díez Navarro

Mari Carmen Díez Navarro

Recientemente he dado una conferencia a educadoras que trabajan con niños y niñas de 0 a 3 años. Les he hablado de la necesidad que tienen de ser mirados, acariciados, nombrados. De su momento vital narcisista y cargado de energía que vuelcan hacia sí mismos para ir creciendo con la autoestima que tanto precisan. Les he hablado del juego, de las palabras que los han de envolver y acunar, de la aceleración de vida actual, que interrumpe muchas veces la placidez de los tiempos primeros. Y, por supuesto, hemos comentado cosas de la escuela infantil, institución que ha de acogerlos, cuidarlos y despertar sus curiosidades.

En el coloquio una de las asistentes ha pedido mi opinión acerca de la demanda que les ha llegado de la administración educativa de su provincia, referente a la puesta en marcha de actividades que potencien el trabajo cooperativo en sus aulas. Ella estaba agobiada, veía esto como una tarea imposible, teniendo en cuenta las edades de los niños que atienden, que son bebés, niños de 1 año y de 2. Y es que, efectivamente, para estos niños lo que conviene ante todo es lo sensorial y lo vincular, el juego exploratorio, el movimiento, la gestión de la añoranza del núcleo familiar, el dominio de su cuerpo, la adquisición de seguridad, la comprensión del lenguaje, la adaptación a los ritmos de la escuela… Y solo después, despacito, empezarán a descubrir que en su clase hay otros niños, además de ellos mismos.

Cuántas veces he visto escenas primitivas que traslucen que los bebés actúan sin saber si sus compañeritos son «persona, animal o cosa». Por eso los mueven con pequeños empujones y miran a ver qué hacen: si protestan, gritan, se ríen, o se van. Tiene que pasar un tiempo y mediar la voz de la maestra nombrándolos por su nombre a todos y haciéndoles saber que son varios, para mirar alrededor. Cosas de nuestra especie que nace inmadura y necesita acompañamiento y cariño para salir de su desvalimiento.

Cuando cada niño mira a los otros con cierto interés, comienza el momento de los acercamientos. Lo cual no quiere decir que ya estén dispuestos a cooperar unos con otros. El trabajo de cada niño en estos primeros tramos de su crecimiento es cargarse de seguridad, criar autoestima, afianzarse y buscar placer. En su universo aún no han entrado «los otros». Su etapa evolutiva está teñida de narcisismo y solo saldrá de ahí tras un recorrido en el que sus figuras de referencia, padres y maestros, le irán aportando valoración para que vaya llenándose de ilusión y alegría de vivir.

Como dice la psicología dinámica, los bebés están ubicados en el principio de placer y los adultos en el de realidad. De modo que los pequeños sienten que son lo principal en el mundo (narcisismo), que pueden hacer lo que quieran (omnipotencia), que tienen derecho a todo en su búsqueda imparable de placer. El principio de realidad, en cambio, contempla que no todo se puede hacer, que hay que respetar a los demás, que hay que aceptar la ley y tolerar la frustración, aunque produzcan displacer. 

Salir del principio de placer es una pérdida (aparente) y los niños se resisten fuertemente a ello. Les viene mal ceder sus cosas, posponer sus deseos, acatar las normas, aceptar el «no». Sin embargo, la labor de socialización va llevando a los niños a entender la necesidad de la ley, del mirar a los otros con cuidado, del repartir los juguetes, la atención y el afecto. Y así los niños van pasando del principio de placer al principio de realidad. 

En una ocasión Candela me dijo que le había dado una estampa a Luis, porque le gustaba mucho y no la tenía. Luego matizó: «Yo la tenía repetida y además estaba un poco arrugada».. Estos son los tanteos hacia la generosidad que se suelen dar al principio, más barriendo hacia adentro que otra cosa. Los niños empiezan a ser sensibles a lo que sienten otros dependiendo de la forma en que han sido criados, de si ven que los padres son cuidadosos con los demás, de si lo que va pasando les es explicado poniendo el acento en que «no se puede hacer daño a los otros», que «hay que dejar los juguetes a los amigos…»

Los adultos hemos de manifestar el aroma de la igualdad desde el principio. Sin cargar las tintas excesivamente, pero sin dejar de ser claros y de tener esperanza en que llegue a los niños el deseo de compartir y de querer. Pero no se puede pretender acelerar el proceso de que los niños sean cooperadores y generosos. Hay que recorrer despaciosamente el camino y primero ir cada cual a la suya y después ser empáticos con los demás. Habrá forcejeos, conflictos, acercamientos, reconocerse a uno mismo entre los otros, darse cuenta de las diferencias, ir construyendo la propia subjetividad. Porque no se puede reconocer a «un otro» sin haberse conocido y reconocido primero a uno mismo. La empatía está luego, al final del camino. Y para esto no hay atajos.

Recuerdo a dos niños pugnando por una rueda a tirones y mamporros, mientras ambos decían a voz en grito: «¡Hay que compartir!» Y es que primero «oyen campanas», les va sonando eso de prestar las cosas o ayudar a algún compañero, pero aún no pueden descentrarse. Después empiezan a hacer pequeños favores como el de la estampa de Candela y cuando ya notan la satisfacción que se siente al haber ayudado al amigo o haber compartido algo con él, es cuando empiezan a entender el asunto y a intuir cómo sería cooperar.

Considero que pedir a niños de 1 o 2 años que «trabajen en cooperación» es mucho pedir. Supone una tarea que puede agobiar a los maestros y poner a los niños a hacer cosas que no tienen sentido para ellos, porque cooperaSr va después de llenarse de sí mismos. Y barrer para fuera va después de barrer para dentro.