La plaza y el palacio

Al final

Ambiente en la playa del postiguet el día de Navidad

Ambiente en la playa del postiguet el día de Navidad / Héctor Fuentes / Héctor Fuentes

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

A Estación Pirenaica

No crea usted que tengo muy claro sobre qué escribir este último artículo del año. Y precisamente por eso, porque es el último. Probablemente los lectores no prestarán demasiada atención a ello. Y los no-lectores ni te cuento. Pero el escritor sí. No es que uno se sienta como los grandes que en las letras son o fueron. No, nada de eso. Me sé pequeño cronista de provincias, en una provincia con especial vocación de transformar lo provincial en provinciano, angustiada por no ser menos que los demás, pagando el precio de renunciar siempre a intentar sobresalir. El escribiente es consciente de este lugar en el mundo y no aspira a que la memoria sobrevuele sus semanales palabras ni que la efímera gloria de la felicitación se prodigue en demasía. 

No está el tiempo para estas cosas. Lo que sucede es que hace ilusión que estas parvas obras de la observación y la imaginación tengan también un calendario con días marcados en rojo, que no sean reflejo de la monotonía de desastres, aspiraciones marchitas y luchas atropelladas en el intento de que algo de razón se imponga al páramo de los lugares comunes, tan cómodos, tan felices en su reiteración. El peligro de que todo sea en blanco o negro, que habite arriba o abajo, acecha cada semana al ordenador, a los dedos, a las ideas que anidan tras el artículo. O sea: que hace ilusión que se te ocurra un tema a glosar que no sea desear la paz, lamentar las miradas de los fantasmas de las víctimas, recetar orden y amor donde reina las abruptas cimas y simas del caos. Pues no ha podido ser. 50 años hace que se estrenó El Exorcista y los demonios siguen sueltos.

La causa probable de ello es que demasiado a menudo escribo de política. Y casi todo el mundo odia la política y a los políticos. Yo no. Yo amo a la política. Y casi siempre ha sido así. Y esto lo digo sin una pizca de ironía. Lo digo con orgullo. Y no es que ame a todos los políticos. Eso no puede ser, pues si a todos amara, si a todos considerara benditos, no podría amar la política. Porque amo la política democrática y en ella no caben las unanimidades. Ya sé que muchos de los que denuestan la política cada día, también en este año pasado, también en el que está por estrenar, lo hacen porque, precisamente, desean la unanimidad. Poco tengo que ver con esas gentes. He aprendido a no responderles: en sus seguridades llevan su castigo, la desesperación por lo inútil; casi seguro que también opinan que los árbitros siempre van contra su equipo que, por cierto, será uno de los grandes, de los constituidos a fuerza de billete. Yo no he salido de ser del Hércules. Imagínese cómo seré para aceptar las idioteces que se propagan contra la política y los políticos. Por eso sé que el factor humano, la acidez de la fortuna, los azares de los compromisos, son demasiado grandes y espesos como para dictar sentencia a cada paso de partidos o instituciones. Que merecen crítica es algo que está claro. Que merecen ensayos de comprensión, intentos por mirar la parte de atrás, también. Porque somos ciudadanos, corresponsables de todo lo que se decida. Ahora bien, si lo que queremos ser es meros usuarios de servicios públicos ya es otra cosa: pidamos acabar con los impuestos y en el mismo acto renovar todos los hospitales, colegios, trenes y carreteras; y trasvases, ay, que se me olvidaban. Y rapidito. Quien lo pida que no se llame demócrata, que sea un ignorante bien informado y que se declare partidario de un Estado autoritario y acabamos antes. El Estado autoritario hará menos todavía, pero los gerifaltes y matarifes gritarán más alto la misma plegaria, y eso consuela al lerdo, alimenta al fanático.

Este es mi ánimo de fin de año. Y doce uvas no lo van a cambiar. Por eso en fecha tan señalada no acierto a escribir de nada actual. O, mejor, a considerar que cada gozne de la vida es, o puede ser, un poderoso recordatorio de que la política no es una suma de contingencias, de actos, de decisiones aisladas, sino un continuo de realidades entrelazadas. Que la política no es una colección de fotografías en el móvil, prestas a ser anuladas para dejar capacidad de almacenaje a otras –de las que diremos pronto que son idénticas a las borradas-: la política es como serie o película, larga, entreverada de gozos y sombras, de sonrisas y lágrimas.

Por eso me desquicia tanto este tiempo liminar en que la prensa arde en listas: los 10 políticos más prometedores, los diputados más agoreros, los nuevos políticos más deslenguados, los concejales más vagos, los alcaldes con más bombillas navideñas en la cabeza y vaya usted a saber qué más. Lástima que no haya listas de los 10 periodistas más ocurrentes. Ya sé que es trasunto de los 100 libros más imprescindibles, de las 7000 canciones de este año que no puedes morirte sin escuchar, los 127 desiertos más angustiosos para visitar en verano. O, ya puestos, los 10 palacios presidenciales con sótanos de tortura que puedes visitar si sobornas al Ministro de Familia. En fin, que algunos, en su imprescindible colaboración al deterioro democrático, se empeñan en seriar las cosas, en personalizar, en descontextualizar, en reavivar rescoldos de fama y ecos de palabras que nunca debieron decirse en los escaños. Lo mismo pasa con la educación y sale lo de PISA o los rankings universitarios malditos y mentirosos y tiemblan los rectores, se desmayan los Ministerios y hasta los bedeles sienten que el galope del Apocalipsis discurre entre los formularios informáticos que hay que pedir para respirar en las escuelas o facultades. El mundo es así: este vendaval de ordenanzas, este desbarajuste de políticos que siguen la senda de los sabios que en el mundo han sido, escondidos bajo las barbas de sus vecinos.

Y pasa un año. Los calendarios parecen estables, ni sobrecalentados ni especialmente audaces. Nos ponen ese año a las espaldas y los que tenemos una edad lo notamos. No debemos hacerlo notar que ha dado en ser de mal gusto la experiencia y la contribución crecida a los gastos del sistema de salud. Menos mal que algunos aún conservamos fuerte el pulso para defender la política. En nuestro caso es más costumbre tenaz, compromiso pertinaz que alegre descubrimiento en los ensueños de las voces y los ecos mezclados en redes rutilantes. La política nos da salud. A los que nos pasa eso no acostumbramos ni a asustarnos por la polarización ni a abusar de ella insultando, menospreciando. Eso es lo que nos mantiene despiertos. Más que las banderas. Así que, desde los sombríos presagios de algunos en 2023, avanzamos con ilusión a ver lo que nos trae el 2024. Y no hay más: el cascarrabias le desea un próspero año nuevo.