Aquellos viejos años nuevos

Valentí Puig

Valentí Puig

Escuchábamos el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena con una botella de agua mineral a mano, para purgar sanamente los excesos de la Nochevieja. Un poco bárbaros y un poco niños, fuimos tal vez uno de esos centenares de miles de personas que vieron principiar el año en Times Square de Nueva York, nos quedamos paralizados en un atasco en una rotonda con tipos borrachos o cenamos en familia, soportando sobrinos, el cuñado sabelotodo y sin podernos negar a bailar la conga. Nacían los primeros bebés del año, pugnando en cuestión de segundos por ser rostro de actualidad o pura cifra del pasado. Aquellos viejos años nuevos no se pagaban con Bizum ni se sustituían los Reyes de Oriente por un enjambre de drones. Ahora los bebés se llaman Mohamed o Rodriga. En un suspiro irán a matricularse a clases de chino mandarín.

En unas páginas memorables, Ortega distinguía entre cuando cambia algo en nuestro mundo y cuando cambia el mundo, cosa que sucede con cada generación. Orteguianamente, al sistema de convicciones de hoy sucede otro hoy. Es decir, el hombre vuelve a no saber qué pensar sobre el mundo. Eso tiene mucho que ver con los cambios y aceleraciones de los últimos años, hasta el punto de 2024 puede ser un año fronterizo.

De la ‘Marcha Radetzky’ con la Filarmónica de Viena ya hemos pasado al reguetón con Spotify, del confit de pato a la emulsión vegana, de los puros habanos al vapeador, de hablar de fútbol a discutir sobre cambios de sexo. ¿Cómo ha sido posible que con los prodigios de la rinoplastia esté desapareciendo del universo el perfil divino de Silvana Mangano? Las arengas del ‘disc jockey’ agitan los tabernáculos, a años luz de Bing Crosby.

Las alarmas de Año Nuevo se asemejan a temores de una Nueva Edad Media y las liturgias de siempre dan paso al despelote pagano. Los más optimistas piensan que el año que comienza puede ser bueno y a la vez crucial; los más pesimistas aducen la cantidad de precedentes que convirtieron un fin de año confiado en un año nuevo más bien propenso al desasosiego.

Por un instante, olvidamos todo eso y hubo una fusión general en el caer de las doce campanadas y el primer abrazo del nuevo año. No solo estamos hechos para el recelo y necesitamos poder esperar que, tras las alarmas, vienen los días claros. Nos sentimos expectantes y a la vez nos asustan las nuevas fronteras del conocimiento, los avances de la medicina, la voluntad de crear instituciones que mantengan el equilibrio entre el orden y la libertad. Después de amarrarse a la larga cintura de noche vieja y nueva, mientras las doce uvas transitan por el esófago, aparece un entreacto del jolgorio, algo así como la posibilidad de una esperanza razonable pero de repente ya estamos en otro año, indócil, imprevisible, de poco fiar. En cualquier instante los algoritmos producen un mareo, como navegar con gran oleaje.

Ortega también hablaba de generaciones enteras que se falsifican a sí mismas. Vamos a cambiar de ilusiones perdidas. Será cosa de meses. Ahí prosperan la política emocional, la sociedad psicoterápica, la plática de los nuevos derechos. Las virtudes ciudadanas pasan a ser como un aderezo ciceroniano que uno se puede poner o quitar como un flequillo postizo. El año 2024 parece predispuesto a que la nueva generación política se dedique a hablar de virtud pública sin querer distinguir entre derechos y deberes. En eso, dicen, van a dejarse la piel.

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