Tiene que llover

El círculo emocional

Francisco Esquivel

Francisco Esquivel

Tenía 18 años y una impresentable pelambrera en modo abisinio de la que debía estar orgullosísimo porque, para el padre, no había manera. Corría junio del 74 y a la cita con el subdirector llegó montado en su beache. José María Requena, hombre del sur curtido en el norte que se había hecho con el Nadal, apenas planteó la cuestión cuando obtuvo respuesta: «Mire, yo es que creo que sirvo para esto».

La puerta se le abrió en el momento en que todo estaba por contar en medio de un régimen moribundo con un paisaje plagado de incógnitas y convulsiones. Una noche, cuando la rotativa soltó amarras, tomó las de Villadiego con tres más y el erreocho pegó tantos botes que parecía una atracción cualquiera de feria. A tres kilómetros un artefacto estalló antes de ser colocado y uno de los que lo transportaba acabó despedazado con la cabellera coronando una palmera de los acogedores jardines. Fueron un par de años de una intensidad a prueba de bomba con los que el joven aprendiz creyó estar listo para cortar amarras, cambió en la ciudad a un proyecto al que otros de su quinta se sumaron convencidos de que los nuevos Woodward y Bernstein iban en el paquete pero, en la línea Nixon, el que aquí duró ná y menos fue el prometedor invento de grandes pretensiones. Lo normal entre quienes se creen los reyes del mambo.

Tras un tiempo como Dios a la bartola tiró de contactos y preguntó dónde recuperar la ilusión. Le dijeron: «Jesús Prado». Y en el destino más insospechado dio con un maestro, con la mujer de su vida y pudo llevar a cabo todo un sueño en unas condiciones inexistentes de no haber virado tela de grados al este. El editor que lo hizo posible persevera en la aventura y se ha hecho con El Correo de Andalucía, medio siglo después del paso que dio aquel nada más aparcar la bici, con lo que ha cerrado el círculo emocional de alguien que el día de Reyes miraba alrededor saboreando a esos hijos, a esos nietos y a esos adheridos que no habrían sido de no escribirse la historia con renglones torcidos.