2030: el año de la resignación

Agenda 2030

Agenda 2030 / CarlosGómezGil

Carles Cortés

Carles Cortés

Hace unas semanas publicaba en un medio digital la cuenta atrás que representaba este 2024 para la consecución de un acuerdo de carácter internacional como era la Agenda 2030. Por este motivo, para entender lo que puede representar que lleguemos al año 2030 sin los deberes hechos, he echado mano de la recreación tan recurrente en la actualidad de la literatura y del cine de carácter distópico para imaginar cómo puede ser el 2030, en lugar de un año de logros, como un momento de tristeza y de resignación. Vamos a ello…

Acabamos de iniciar un nuevo año: 2030. Estamos en febrero y sigue sin llover desde la primavera pasada. La vegetación languidece y, con ella, las perspectivas de una sociedad que cada día depende más de la desalación del agua del mar. Las manifestaciones se suceden: unos niegan la existencia del cambio climático –un viejo runrún que todavía tiene adeptos–, otros, la mayoría, se sumen a la desesperación. Las Acciones para la Implementación de la Agenda 2030 se han ido sucediendo en los diversos gobiernos estatales y autonómicos, tanto en nuestro país como en la mayor parte de los países desarrollado. Los 17 ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) del acuerdo adoptado el año 2015 siguen siendo eso, unos objetivos. No transformamos nuestro mundo, todo lo contrario, vemos cómo el paso del tiempo no representa ningún tipo de cambio o de mejora de la situación de nuestro planeta.

¿Tal vez nos hemos acostumbrado a resignarnos que los cambios son imposibles? O que las utopías nacieron para seguir siéndolo... Ya lo advertía Tomás Moro en su Utopía del siglo XVI: “la costumbre que allí tienen los príncipes de respetar tan mal los tratados es el motivo de que los utopienses no concierten pacto alguno”. La inquina de nuestros gobernantes ha provocado que acuerdos como el anterior no se renueven y desaparezcan en el olvido. ¿Para qué marcarnos unas metas si luego no las cumplimos? Hemos aprendido a vivir con resignación frente a una realidad que no nos gusta: la pobreza se ha incrementado en todos nuestros países, la hambruna se extiende por los cinco continentes, las desigualdades de género se amplían, la contaminación nos impide ver los amaneceres en la mayoría de nuestras ciudades, el acceso a agua de nuestros manantiales es un recuerdo del pasado, la población mundial se hacina en los suburbios de las capitales donde la gente lucha por su supervivencia, los recursos marinos y los ecosistemas terrestres ya no necesitan protección porque en su mayor parte han sido degradados.

Todos los intentos por conseguir gobiernos colectivos, plurales y participativos han desaparecido. Se ha generalizado una gobernanza de nuestras instituciones que no tiene en cuenta los valores que nos harían avanzar como sociedad. Hemos perdido el tiempo y con ello desconfiamos de quienes nos representan. Sus continuas promesas venían frenadas por una cantinela constante: “no hay recursos”. La impotencia se ha ido adueñando del sentir general; el cansancio por una lucha que no ha servido para concienciar a nuestros gobernantes ha provocado el desánimo continuado. Incluso los que querían desarrollar una educación en los valores del sentido colectivo y del progreso han sucumbido a la inercia de los acontecimientos. Por este motivo, la falta de solidaridad renace incluso en colectivos que antes la potenciaban.

El año 2024 empezó la cuenta atrás para relanzar estos objetivos. Han pasado seis años como los anteriores, sin ningún tipo de recambio, donde las alternativas para ilusionar nuestra sociedad fueron dejadas aparte, por miedo al cambio, a lo desconocido. Cierto es que unos pocos empiezan a promover que antes de que acabe el año 2030 habrá que promover un nuevo cambio, un nuevo sistema de gobernanza donde todas y todos nos sintamos representados. Una nueva esperanza de ilusión que sirva para que la falta de liderazgo y de soluciones en firme sea substituida por una fuerza impulsora que pueda transformar nuestro entorno. De esta manera, profesores como yo podremos volver a nuestras aulas con la sensación que nuestro trabajo es correspondido y que seguiremos formando hasta nuestra próxima jubilación la nueva generación que tiene que tomar el relevo para una gestión efectiva y responsable. Así habrá valido la pena mantener encendida la llama de la no resignación, de la creencia que las utopías pueden dejar de serlo para convertirse en una realidad.