Agricultura: no confundir valor con precio

Imagen de un agricultor.

Imagen de un agricultor. / Agencias

Salvador Ochoa Pérez

Salvador Ochoa Pérez

En los últimos días, he visto interesantísimos análisis explicando la cuenta de resultados de las empresas de distribución. Me parecen bien fundamentadas y demuestran que es el alto volumen (número de unidades vendidas y rotación) y no el alto porcentaje de ganancia por unidad vendida, el que explica los altos resultados de las grandes cadenas. En definitiva, las cadenas de distribución ganan millones de euros porque son muy grandes y venden mucho con muy poco margen porcentual, no porque abusen del agricultor.

Pero echo de menos otros factores que van más allá de la racionalidad económica.

Hay aspectos sociológicos, culturales, ambientales, etcétera que son difícilmente integrables en la frialdad de los números y con la determinación aritmética de los precios finales en el lineal.

Al igual que ocurre con otros sectores en España, estamos hablando de PYMES (para lo bueno y para lo malo) y esto condiciona casi todo.

Solo el necio confunde valor y precio.

Supongamos que el agricultor vende el kilo de su producto a 0,20 €/kg y que en el lineal ese artículo está a 2,00 €/Kg.

¿Qué sucedería si el agricultor lo pudiera cobrar un 15 % más caro, es decir 0,03 €/kg adicionales, con lo que el precio de venta al siguiente eslabón de la cadena de valor fuese 0,23 €/kg? Probablemente, ese 15 % sería su salvación y quizá con menos.

Supongamos que ese incremento de 0,03 €/kg (que para el agricultor supone un 15 % de incremento en lo que cobra), se repercute al precio final en el lineal. El resto de los actores de la cadena de valor solo deben aumentar en cada eslabón ese importe, sin alterar sus márgenes, con lo que el precio de compra en el lineal sería 2,03 €/kg, con lo que solo habría un 1,5 % de incremento final para el consumidor.

¿Debería la sociedad estar dispuesta a asumir ese 1,5 % de incremento del precio de compra, sabiendo que al agricultor le supone su salvación?

La respuesta debe hacerse después de responder a estas preguntas:

¿Es una industria que podríamos prescindir de ella? ¿Podemos elegir no consumir alimentos como el que prescinde de un viaje de placer?

En función de la respuesta anterior, ¿conviene dejar en manos de terceros países el suministro de bienes esenciales para la población?

¿Se puede aumentar la productividad del campo en explotaciones pequeñas y medianas? (¿Podemos hacer reingeniería de una vaca para que las ubres las tenga en otro sitio más accesible y eficiente para su ordeño?).

¿Cuántos de nosotros, urbanitas, nos atreveríamos con trabajos que requieren atención casi 24/7, muchas de ellas a la intemperie y en ambientes bastante duros?

Y en consecuencia con la pregunta anterior, ¿se deben remunerar los factores de producción, capital y trabajo, objetivamente sin tener en cuenta estas circunstancias?

Y hablando de intemperie, aunque hay seguros que cubren parte de la pérdida cuando se produce, las actividades del sector primario están sometidas a factores externos, ajenos al control del dueño, como seguías, pedriscos, altas temperaturas cuando no toca y heladas cuando tampoco toca, plagas, enfermedades de los animales, etcétera. Por tanto, el riego del propio negocio es mayor que en otros sectores de actividad económica.

Labor medioambiental: el sector primario cuida de nuestros campos y montes. Ya hay regulación que se encarga de vigilar todo esto.

Labor cultural: el legado cultural que hay en los pueblos es enorme y son sus habitantes quienes, de forma gratuita, los mantienen. Con la desaparición del sector primario, este patrimonio cultural de la España rural se quedará de museo (hasta que desaparezca) para visitas guiadas, pues ir a visitar por libre será asumir riesgos por adentrarnos en lugares abandonados.

Potenciar la España rural también contribuye a quitar presión al precio de vivienda a las grandes ciudades, orientando la demanda de la misma hacia donde sí hay oferta, pero eso requiere que allí se pueda vivir dignamente sin renunciar a la educación y salud de nuestros hijos, para lo cual deben de implantarse políticas de infraestructuras públicas adecuadas.

Por último, estas actividades suelen ser empresas familiares que se traspasan de padres a hijos; aun asumiendo el riesgo de generalizar, el mundo rural tiene unos valores, forma de pensar y proceder bastante «distinta» a la del habitante de las ciudades y no quiero pensar en intereses de ingeniería social para que, desaparecida la gente más «tradicional, ruda y cabezona», los borregos pasemos a ser nosotros mismos, dóciles y concentrados en modernos rediles llamadas megaciudades o «negociudades» como se les llamaba en la saga Mad Max.

En fin, el asunto es complicado, pues no se debe medir todo por la racionalidad económica de los números de las cuentas de resultados, con lo que ya entramos en aspectos mucho más subjetivos y por tanto, complicados.

Hay cosas, trabajos y responsabilidades que no tienen precio, que no se pagan con dinero, pues su valor es mayor de lo que pagamos. Una de ellas es la profesión de agricultor, ganadero, pescador o el de nuestras fuerzas de seguridad.