Quedo a las 20:30 en la sede de Reacción Solidaria de San Blas, una pequeña ONG que creó Lola Bueno. Es un jueves cualquiera. Todos, también los miércoles, recorren las zonas de San Blas, Nazaret, Cruz Roja, Puente Rojo y centro para repartir calor humano. Los entrantes suelen ser bocadillos (cerca de 80), bollería, fruta, agua, café, caldo, ropa de abrigo y productos de higiene. Ése es el gancho. Pero lo que, realmente, llena de energía el momento es el qué tal, escuchar, mirar, tocar, abrazar, reír, bromear, respetar silencios. Acompaño a los voluntarios Rosa, Claudia, Miriam y Mario. Algunos reciben con tanto agrado el bocata que sueltan: "Dios existe". Otros solo quieren cubrirse con algo de abrigo limpio. Todos buscan ser visibles, ser escuchados o simplemente estar rodeados de gente que no les juzga ni se les etiqueta y, además, les sonríe.

La primera parada es, a pocos metros, en las Piscinas Monte Tossal. Nos detenemos delante de la entrada. Ahí, hace treinta años, aprendí a no hundirme por las tardes y, desde hace nueve, da cobijo a Salva. Incauto le pregunto si el dueño le pone problemas, a lo que él responde con gracia: "Si evito que le roben. Solo lo hicieron una vez y ese día me pilló fuera. Me respetan". Salva es un señor mayor que muestra heridas por toda la cabeza, producto de rascarse por los mosquitos tigre, según nos cuenta. "Estuve en la Legión en Ceuta, donde me hice francotirador", comenta de carrerilla. La voz le tiembla y los ojos se le tornan vidriosos cuando menta la maratón: "Ya he pedido cita para que me operen de la rodilla y me quiten el menisco. A mí me gusta mucho correr. Yo quiero la de 42 kilómetros, que es lo mío. Me da igual ganar. Es la rabia que tengo".

El momento dura diez minutos. Nos desplazamos, un poco más, hasta la puerta del Centro de Desintoxicación y los voluntarios comentan que la casa de la ladera de la metadona se la han limpiado. Aparecen tres personas. Miriam le pregunta a la mujer: "¿Estáis juntos?". "No". Son Armando, Josefina y Michael, que se mantienen a una distancia prudencial los unos de los otros y buscan atención, conversación, menos el camerunés, que quiere comer y mirar sin más. Josefina cuenta que es de Villena y en cuanto le decimos que hay dos chicos de su pueblo que están en las escaleras de las piscinas responde que, en seguida, se acerca a ver. "Llevo seis meses por aquí porque tuve problemas con mi pareja. El ambiente es regular. No me gusta pedir, así que aparco coches", apunta antes de pedir compresas. Ninguno quiere decir dónde duerme. Armando tiene sus motivos. Es un hombre de unos cincuenta que nació en Valencia y lleva en Alicante desde mayo. Antes, pasó un tiempo en Salamanca hasta que una vecina lo denunció por dormir en un solar delante de su casa. "Pasaba la noche allí. De puta madre. No me metía con nadie. Algún vecino llamó a los municipales, hablé con ellos y me dejaron en paz. Unos días después, una señora desde la venta me dijo que era una zona privada. Ni le contesté. Un día me levanto a las 5 de la mañana y la veo. 12 horas después volví para dormir y habían quemado el solar con mis cosas. Desde entonces, intento que no me vean". Antes de despedirse, Josefina y él, hablan de una chica de 41 años, conocida como Mai, que apareció muerta en un banco "porque tomó pastillas" y la funeraria se la llevó sin que el suceso trascendiera.

"Eh, Che Guevara", le suelta Mario a Pedro, que ríe. Las taquillas del Rico Pérez dan cobijo hoy a cinco hombres, que en su afán de resguardarse del frío, y de las personas poco apacibles, se aislan en cajas. Entre ellos, Vicente de Elda y Gonzalo de Badajoz. Nos damos la mano y Pedro me confiesa que su hijo se llama Pablo. Pedro es un mallorquín de 56 años y su hijo vive en Barcelona. "Yo no quiero ir para allá y quedarme. A lo sumo he estado 20 días. Ellos tienen su vida, sus hijos. No saben que estoy en la calle. Si se enteran, buff". ¿Y por qué no se lo dices?, le pregunto: "Tengo mucho orgullo. Además, tuve una reyerta con unos gitanos, maté a uno, pasé por la cárcel y eso me obligó a vender la casa. Estoy deseando volver a Palma para quedarme".

Cuando nos estamos acercando al Puente Rojo, me avisan que vamos a encontrarnos con un tipo curioso. Allí, debajo de los hierros, vive Juan. Nos recibe con un aceite que dice haber caducado, por si le queremos dar uso y, acto seguido, reparte besos, además un discurso prolongado con una voz teatral. Aprovechando un pequeño silencio, Miriam le ofrece el pack bocadillo, zumo y agua. Agradecido le recuerda que aún está esperando el libro de Julia Navarro que le prometió. Mario deja caer que devora libros, Miriam se sorprende de su memoria y Juan subraya que no se le puede pasar nada. Así transcurre una diálogo de quince minutos. Ya dentro del coche, por las necesidades del guion, Juan apura la visita hasta el último segundo. Nos reímos y vemos cómo vuelve a su "hogar". Quizá a entretenerse con uno de los no pocos libros que adornan su creativa librería.

De Juan a Juan, éste último asentado desde hace once meses en una entidad bancaria de la Calle Pintor Gisbert. Es mayor que su tocayo y se muestra más tranquilo, al menos esta noche. Trabajó cuarenta años en Düsseldorf (Alemania), que como es lógico le dio otro idioma que pone en práctica con nuestra compañera Claudia. Juan es un señor exquisitamente educado y risueño. Y motivos ha tenido para que se le borrara la sonrisa de la boca, tras cuidar a sus padres con distintas enfermedades durante 11 años. "Los llevé a las mejores clínicas y, cuando acabó el proceso, me vine para aquí, porque tenemos una casa en San Vicente. Mi padre la hizo en regla en un terreno que es nuestro. Soy el único heredero. El tema es que tenía declarada la obra nueva pero no la escrituró. Y así me la precintaron. Lo bueno es que no hay deudas y quizá pueda entrar en 3 meses".

Antonio tiene su edad y vive bajo el techo de su coche, que le sirve de piernas, porque apenas puede moverse con la ayuda de un bastón. Cuenta con pena su historia, sobre todo, cuando habla de la familia. "Tengo tres hijos pero solo tengo contacto con uno. Vive en San Vicente en una vivienda muy pequeña, en la que ya son cuatro y no me podía quedar. Todos los días nos mandamos whatsapps deseándonos que nos vaya bien".

Una de las escenas de la noche se produce en el parking del Aldi de San Blas. Allí nos topamos a cerca de una veintena de personas hambrientas. Es abrir el maletero y lanzarse. Todos menos uno. Pedro, vasco, solo pide una manta. Viste como si no llevara 15 días en la a la intemperie. Acabó así después de dejarlo con su ex. No le ha dicho nada a sus padres para no darles un disgusto y porque cree que va a volver a trabajar en la construcción enseguida. "Ahora mismo no puedo, porque no tengo donde cambiarme y limpiarme". Si no es en Francia, se ve en México.

Mario nos conduce hasta la Glorieta de la Solidaridad, donde está Cruz Roja, detiene el coche y nos dice que esperemos. Se marcha solo, andando descampado arriba, hacia una zona arbolada y llega acompañado por tres chavales. Un venezolano, un sueco y un saharaui. Están sonrientes y habladores, menos el tercero. Le preguntamos por su nombre y pronuncia Dah. Tiene 27 años, es observador y muy guapo. Se hace un aire a Jeremy Meeks. Al escucharle siento que su acento me resulta familiar. Nos confirma que pasó 15 años en un pueblo de Sevilla, donde se quedó en adopción. Cuando murió el padre de la casa le dieron una palmada en la espalda mientras le cerraban la puerta. Acabó en Alicante, ha terminado hasta Segundo de la ESO y no ha finiquitado su legalidad. Es un sin papeles con un nivel de consciencia elevado. Repite la idea: "Necesito una estabilidad, necesito un trabajo, necesito una economía estable, antes que pensar en volver a las aulas. La gente piensa que por todas las mierdas que has pasado eres inmune. Qué va. Busco una oportunidad y si no llega saldré a trabajar en el campo o en la obra. Sigo en la búsqueda y lo que espero es no perder los nervios por desahogarme de la rabia".

Lo pasan mal, especialmente, sábados, domingos y lunes, que ninguna asociación los visita. "La excepción es La Prosperidad, la ONG que está en San Gabriel. Da de comer a ciento y pico necesitados todos los días de la semana, salvo sábados y domingos", añade Miriam. Mientras en Alicante, muchos deseamos que no llegue el lunes, otros tantos aguardan impacientes ese día para cubrir necesidades básicas.