Con sublime belleza Julio Cortázar relataba en «Instrucciones para dar cuerda a un reloj»: «Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca… Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca... Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes». Y continúa: «Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj… Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa». La sutiliza de su escritura advertía que no solo se trata del objeto obsequiado. En este caso un regalo, «un presente» como se suele llamar, puede llegar a evocar la ausencia más definitiva.

No sólo para los poetas el acto de regalar esconde sus aristas. Para algunas personas supone un verdadero dilema enfrentarse al momento de decidir como agasajar a otro. Y si además coincide con fechas como las que acabamos de vivir, a ese dilema se suma el singular consentimiento al consumismo, el que cada uno hace en mayor o menor medida, inclusive renegando de ese imperativo de comprar. Pero todo ello no hace más que distorsionar lo que verdaderamente está en juego en el acto de regalar.

El regalo tiene el dudoso privilegio de condensar en sí mismo dos aspectos en las que los sujetos nos enredamos con mucha facilidad: el deseo y el dinero. Es sólo la finalidad amable del regalo la que disimula el verdadero entuerto.

El deseo en juego es el del otro sujeto, que siempre es un enigma -¿cómo saber acaso lo que el otro desea?- y nos conmina a que pensemos que ilusionará especialmente a esa persona. Con los niños se suele hacer ese ejercicio con mayor facilidad, el de pensar anticipadamente en sus curiosidades, en lo que esperan incluso sin saberlo, pero a medida que las edades avanzan se hace más complejo. Quizás es la propia experiencia de quien regala la que entorpece el descubrimiento: la de haber captado que no siempre lo que uno quiere es lo que desea.

Y es que efectivamente, el deseo no se confunde con la voluntad de querer determinado objeto o vivencia. El deseo -así nos lo trasmitió Sigmund Freud ya en 1907- retoma en el presente algo que fue vivido en el pasado como satisfactorio, y desde allí apunta al futuro. O dicho de otra manera: lo que se desea siempre evocará, al menos en parte, un intento de recuperar algo que se ha vivido con mucha gratificación y que por eso mismo ha dejado huella. Sin duda, regalar teniendo en cuenta el deseo del destinatario, requiere cierta sensibilidad y cercanía para desentrañar aquello que pueda conmover a quien lo reciba.

Hay quienes para sortear esa incógnita prefieren ir a lo seguro, regalar teniendo en cuenta la necesidad más que el deseo. Es una solución sin duda, pero tratando de encajar justamente con lo que le hace falta al destinatario, queda autoexcluido quien regala.

Porque finalmente lo que confiere valor a un regalo es que algo falte, tanto en quien lo entrega como en quien lo recibe. Es el detalle único pensado para esa persona pero también que quien lo entrega se haya involucrado lo suficiente en ese acto como para haber hecho de su regalo un verdadero don, que haya cedido algo, por mínimo que esa cesión sea: tiempo en conseguirlo, comodidad, devaneos para hallar el regalo preciso o crear la ilusión que se pretende, dinero, etc. Quien regala, algo debe perder para que el regalo sea verdadero.

Cuando ese vestigio de pérdida no se cumple, el regalo pierde todo valor tal como enseñan las personas de grandes fortunas. ¿Con qué obsequiar a un rico si puede poseer todo a su antojo? Por lo general, la enorme dificultad para apreciar lo que se les regala tiene una magnitud proporcional a la dificultad que muestran para entregar algo de lo que no disponen, es decir, algo que no pase por el estricto barómetro del dinero. Suelen más bien dar lo que les sobra como si fuese un don, pero en ese aparente acto generoso para ellos no hubo pérdida, con lo cual el regalo que ofrecían se degrada a limosna. Así es como a veces los más pudientes, sin ningún tipo de pudor, delatan su miseria más extrema en el acto de regalar. Pueden reducir el regalo al dinero que han invertido en la compra, esperando en todo caso una deuda o devolución en el orden de sus caprichos, pero para ellos mismos tanto lo que dan como lo que reciben, será un objeto devaluado. Para ellos nada vale más que el dinero que ya poseen.

Si bien es cierto que hay quienes pueden convivir con el dinero de manera más laxa, sin que suponga un condicionante vital, incluso en casos donde la necesidad económica apremia; hay otros que se ocupan del dinero de la peor manera posible revelando un uso oscuro. En los extremos encontramos que el pobre puede regodearse sin fin en su imposibilidad, regodearse hasta el punto de disfrutar de su precariedad; mientras que el rico, patéticamente, creyéndose libre vive esclavizado por el dinero al que sirve como a un amo. Que el rico ignore que está esclavizado no ahorra su miseria.

Ello demuestra que el dinero no solo sirve al intercambio sino que se atesora allí parte de la libido del sujeto: es un territorio de satisfacción que deja al descubierto como una persona prioriza, ni mas ni menos, sus intereses libidinales.