La historia de este alicantino de 54 años es la de miles de personas de mediana edad que han sido expulsadas del sistema al que han contribuido durante toda su vida laboral. Conforme se agotan los recursos, el apoyo, la confianza y las esperanzas, a la mayoría se los traga una niebla de la que no salen hasta la vejez. Eugenio Vidal, que lleva un año y medio esperando a que le aprueben una ayuda para la que reúne todos los requisitos, empieza a notar ya cómo se le entumece el alma. Pero le quedan fuerzas para dar testimonio de cómo las instituciones que deberían dar refugio a los necesitados llegan a convertirse en el laberinto burocrático donde muchos pierden su fe en lo humano para siempre.

En marzo de 2019 solicitó la Renta Valenciana de Inclusión, un derecho directo, indiscutible para cualquier ciudadano en situación de necesidad que cumpla serie de criterios. Cuenta que a una persona sin patrimonio ni ingresos como él le corresponden 680 euros durante tres años. «Presenté en Acción Social todo lo que pedían: fe de vida, movimientos de cuenta, declaración jurada de patrimonio, certificado de empadronamiento...». Enumera hasta doce documentos, diez de los cuales estaban ya en manos de distintos organismos: las leyes de administración electrónica y la propia ley de Renta Valenciana especifican que reunirlos es un problema de los organismos y no del solicitante. Pero en su historia, los tiempos de espera -«para que cojan el teléfono en el Ayuntamiento tienes que estar cinco horas llamando y colgando»- y la desesperante falta de comunicación entre instituciones que convierte al peticionario en un correveidile cargado de papeles, son males secundarios. El núcleo de su mensaje es que las administraciones, con su ensimismamiento, negligencias, incumplimientos, corporativismos y falta de responsabilidades está dejando tirados a incontables ciudadanos como él. Eugenio sólo ha aguantado hasta más lejos y documentado el proceso. «Esto es una cuestión de derechos y de impunidad, porque a mí no hay nadie que me defienda cuando es la Administración quien vulnera mis derechos básicos. Cuánta gente se queda en el camino... La gente me dice que lo deje ya, que si es que no sé cómo van estas cosas. Nadie cree que sirva luchar por tus derechos», afirma, rodeado de papeles en su sala de estar.

Este expropietario de una tintorería, que cerró antes de intentar reinventarse sin éxito, estudia ahora oposiciones. Aprendió de la ley de Procedimiento Administrativo Común de 2015 que el organismo, en este caso la Conselleria de Políticas Inclusivas, tiene obligación de resolver y notificar este y cualquier otro procedimiento en tres meses. También sabe que tiene derecho a conocer en todo momento el estado de la petición y quién la gestiona.

Tras presentar la solicitud el año pasado, esperó los ocho meses que le dijeron que tardaba de media, pese a que la citada ley marca un máximo de tres. «Tengo la suerte de tener un padre de 80 años que cobra una pensión. Si no, de qué vivo todo este tiempo». Al no recibir contestación, fue a Servicios Sociales. Estado: en tramitación. Otros tres meses después, en noviembre, volvió a pedir cita. «El trabajador social me dijo que estaba inicialmente aprobada, pero hizo una comprobación. Entonces me dijo que alguien había cometido un error, pero que se encargaría él», cuenta. «Vino a mi domicilio para que volviera a firmarla, asegurándome que estaba resuelto», cuenta.

Llegó 2020, febrero. Si no hubiese interpelado otra vez a los organismos habría pasado un año de mutismo administrativo. «Lo peor de todo es no tener respuesta, no saber», asegura. Desde la Conselleria de Políticas Inclusivas, quien resuelve la segunda mitad del expediente, le transmitieron que su solicitud «estaba en trámite y que hablara con el Ayuntamiento para revisar la documentación», oyó de boca del funcionario. «¿Revisar la documentación, después de un año?», se pregunta con voz desgarrada, mirando los apuntes de la oposición y los papeles de la solicitud, intentando comprender cómo el mismo escudo oficial sirve para proclamar derechos solemnes y para desdibujarlos con aséptica indiferencia.

Aguantó el confinamiento y consiguió cita para julio tras machacar los teléfonos. El programa decía ahora que «la renta está aprobada y con orden de ejecución de pago». Decidió dar un poco más de tiempo porque había cambios a su favor. En septiembre volvió a la mesa. Igual. El funcionario hizo «una llamada a un contacto». «Al colgar me dijo: he hecho todo lo que podía por ti».

Indignado, «rebotando como una pelota de ping-pong por los mostradores para que alguien me explicara dónde estaba mi expediente», recurrió al Síndic de Greuges, valedor del administrado. «Ingenuo de mí. Han pedido informes a ambas instituciones para contestarme que no han recibido información de ellas». Se ríe con desdén. Una carta firmada por Ángel Luna le recuerda que si Conselleria y Ayuntamiento persisten en su actitud, dará cuenta de ello en su memoria anual.

«El sistema parece diseñado para triturar personas. Es una mezcla entre ‘El proceso’ de Kafka y Sísifo», cuenta, ordenando documentos. Son la piedra, él es Sísifo y la protección social es el mito.