Confieso que no soy de los del café y la tostada diarios en el bar de debajo de mi casa, o al lado del trabajo, pero tengo también que revelarles que he mamado la cultura del bar desde siempre, porque nací en una ciudad, Bilbao –como en casi todas en España, sin duda- , donde el bar representa algo más que una barra en la que los parroquianos analizan desde el último resultado del equipo de sus amores a la, en los últimos meses, última cifra de contagios por el covid, ese virus que desde marzo del año pasado nos ha cambiado a todos la vida y, desagraciadamente, a peor. Y digo todos, porque a estas alturas pocos se libran de haber sufrido en sus cuerpos el azote del covid o de conocer a alguien sacudido con más o menos fuerza por la pandemia. De todo eso se habla en los bares, esos lugares mágicos a los que rindió homenaje Gabinete Caligari en ese temazo de finales de los 80, que desde el jueves vuelven a estar cerrados convirtiendo las calles de Alicante, y del resto de localidades de la provincia, en lugares tristes, casi fantasmagóricos por las tardes, en los que encoge el ánimo pasear este invierno.

En mi imaginario infantil recuerdo la cafetería Oliver, donde merendaba con mis padres las tardes de los sábados aquel sándwich mixto que siembre sabía mucho mejor que el de casa, o el Víctor, en el que en mi octavo cumpleaños cené por primera vez calabacines rellenos (adivinen quien se terminó aquel atrevimiento). Años más tarde recuerdo ya las quedadas con los amigos, de bar en bar pasando la tarde. O, ya en Alicante, los veranos en la Albufereta en el mítico Ruedo, una cita obligada entonces para todos aquellos que hoy pasamos de los 50. Después llegaría el Barrio, la playa de San Juan… En fin, media vida ya, pese a que, confieso, soy más de pincho de tortilla que de cortado, visitando barras y terrazas como miles y miles de alicantinos, que desde hace el jueves, y esperemos que solo hasta el 4 de febrero, sienten que algo les falta por el virus, las restricciones, y su propia irresponsabilidad.

Al grano. Ahora mismo, con el covid descontrolado y la presión sanitaria en los hospitales por las nubes, no hay día en el que la palabra confinamiento general, porque semiconfinados ya lo estamos, no sea la más escuchada a lo largo de la jornada. Desde los expertos sanitarios al portero de la urbanización, no conozco a nadie que no tenga su propia solución para acabar con el virus. Cierto es que el tema sanitario es importante, crucial, cierto que quizá se abriera más de la cuenta la mano en Navidad, pero, sin embargo, soy de los que sigue pensando que la causa principal del repunte de los contagios ha sido nuestra propia irresponsabilidad y la falta de sentido común a la hora de aplicar y, sobre todo, respetar, las restricciones. Todos hemos oído eso de «bueno, por hacer esto-prohibido- no pasa nada» en boca de alguien que a continuación se ha puesto a clamar contra el Gobierno pidiendo que nos vuelvan a encerrar en casa sin ser conscientes de la que se nos puede venir encima.

No voy a caer en la demagogia de proclamar aquello, aunque lo comparta, de que tan grave como morir del covid es morir de hambre, pero lo cierto es que se ha demostrado que la Administración central no tiene en estos momentos un plan «b» económico para poner en práctica si nos mete a todos en casa, y no solo a aquellos que puedan teletrabajar (algún día algún experto sanitario descubrirá que no es tan bueno para la salud), sino a la legión de alicantinos y alicantinas que pisan todos los días la calle para poder llevar un jornal a casa y mantener a la familia. Camareros, agricultores, repartidores, panaderos, cocineros, empleados de la limpieza, peluqueros, fontaneros, albañiles... a los que la palabra teletrabajo les produce pavor, y con razón.

Alicante tiene el tejido industrial que tiene, por el que apostó y el que convirtió a la provincia, al menos hasta el horrible 2020, en la quinta de España en riqueza. Por ello, un confinamiento estricto y severo, por mucho que sirviera para controlar la expansión del virus a corto plazo, podría tener otras muchas consecuencias para el día a día de miles de ciudadanos, cuyo jornada y trabajo dependen, además, de miles de empresas, que no reciben el dinero de la fábrica de moneda y timbre o de los impuestos como sí lo hace la Administración. Por ello, un cierre total de la economía no parece ser la mejor fórmula, y eso el presidente Puig, lo tiene claro, pese a las presiones que recibe en su día a día.

En un momento como el actual, no queda otra que esperar a que las vacunas den el resultado esperado y, por otro lado, que el Gobierno central y autonómico se dejen de guerras internas y diseñen, de una vez por todas, un buen plan de ayudas para salvar empresas y autónomos, algunos sin ingresos desde marzo de 2020. Y ahí, de nuevo, hay que hablar del turismo y la hostelería, sectores que vieron reducidos sus ingresos entre el 80% y el 90% en 2020, y que se enfrentan ahora a la nueva y seria amenaza de dejar de ingresar 6.000 millones euros en la primera mitad de este año. Sectores de los que no solo dependen los trabajadores directos. Hablamos de hoteles, bares, cafeterías, restaurantes, pero también de panaderías, lavanderías, empresas de seguridad, de reparaciones, de suministros o comercios de todo tipo (todo es turismo), con los que apenas se ha tenido un gesto más allá de los ERTE. Hablamos del aeropuerto, otrora principal empresa de la provincia, en el que trabajaban 3.000 personas y que se ha vuelto a quedar vacío. Las vacunas harán su efecto. El ministro Illa asegura que a final de año es posible que el 80% de los españoles esté vacunado, pero ¿y las empresas no necesitan vacuna? No es raro el día en que nos topemos con un nuevo negocio cerrado. Insostenible.

Volver a encerrarnos podría ser una solución sanitaria a medio plazo frente al covid. Cierto, pero, y no lo digo yo, sino los expertos, ¿y después? Se ha demostrado, además, que el encierro entre marzo y mayo de 2020 provocó otros problemas sanitarios, emocionales y, no digamos económicos. Que se lo pregunten a los trabajadores que no han cobrado todavía la prestación del ERTE o a lo que se han vuelto a ir esta semana tras el cierre hostelero. ¿Quién puede asegurar que tras un encierro no volverán los contagios? La vacuna es la única diferencia con la primera ola de la pandemia. De nada sirve que los barres cierren si después seguimos fiesta de casa en casa y con la mascarilla en el bolsillo.

El presidente Ximo Puig anunció a principios de esta semana un plan rescate dotado millonario para aliviar la situación de 21.000 empresas y 43.000 autónomos en la Comunidad Valenciana. Una tirita, bienvenida, sin duda, si no se completa con el riñón estatal.

«Bares, qué lugares. Tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar». Gabinete Caligari no se equivocó en 1988.