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IbizaINFORMACIÓN

Momentos de Alicante

Decisiones y destino

IBIZA, 1968

ANAMARI

Si no fuera por las gafas de lentes redondas, estilo John Lennon, la primera vez que vio a Patrick hubiera creído estar delante de Jesucristo. Alto y delgado, melena larga y dorada que le caía sobre los hombros, barba, ojos de un azul tan claro que podías ver el mar en ellos. Unos veintiséis años. Vestido con túnica de algodón blanca que le llegaba hasta los pies, sandalias de cuero.

Este Jesucristo con gafas estaba junto a otro hombre de bigotes y atuendo igualmente extraño, de unos treinta años.

–Son norteamericanos –susurró Sagrario.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque me lo ha dicho mi abuelo. Están con una chica en Can Roig.

–¿En Can Roig?

–Sí, mi abuelo se la alquiló hace unos meses.

Como casi todos los habitantes de San Lorenzo, Anamari y Sagrario salían de misa aquella mañana. Los extranjeros estaban a unos cincuenta metros de ellas, junto a la vieja DKV pintada con colores llamativos. Hablaban con Simonet, abuelo de Sagrario.

Las chicas, curiosas, se acercaron a los foráneos.

–Ya dije cuando se la alquilé, que no había electricidad ni sé cuándo la habrá –les recordaba el dueño de Can Roig alzando la voz y gesticulando como si fueran sordos.

–¿Dónde comprar pilas? –preguntó el extranjero bigotudo.

–En Can Petit –dijo Simonet, señalando la carretera de Ibiza.

Las dos amigas, de 18 años, se conocían desde siempre. Anamari, como la llamaban todos, había heredado los rasgos físicos de su madre: esbelta, cabello castaño claro, ojos azul oscuro; con la peculiaridad de tener un lunar en la frente, justo encima del entrecejo. Peculiaridad que la unía a su bisabuela.

La tarde del 1 de julio las jóvenes visitaron Can Roig por primera vez desde que la finca fuera alquilada por aquellos norteamericanos. Tardaron apenas diez minutos en llegar desde la iglesia con sus bicis, que solían usar para moverse por los alrededores de San Lorenzo.

Can Roig era una casa payesa con cuatro habitaciones, porchu, cocina y pozo, rodeada de un abigarrado pinar y erigida a finales del siglo anterior en la cima del monte en cuya falda se hallaban la iglesia y el cementerio.

La ocurrencia para la visita fue de Sagrario: llevaba media docena de pilas que había adquirido en Can Petit, con la excusa de que el abuelo se lo había pedido.

Fueron recibidas por una chica sonriente, de unos veintidós años, que apenas conocía palabras en español. Solo dijo un lacónico hola, antes de presentarse como Nathalie. Les hizo un gesto para que la siguieran y se fue hacia el interior llamando en voz alta a sus compañeros:

–¡David!, ¡Patrick!

–¿Habláis inglés? –preguntó David, el chico bigotudo que dejó de utilizar el viejo telar para saludarlas dándoles dos besos.

–No, pero sé un poco de francés –contestó Anamari.

–¿Qué tabaco es ese? Parece mentolado –preguntó Sagrario.

–¿Quieres? –le ofreció el cigarrillo, sonriendo–. Está bueno.

Entró en la casa el otro chico cargando una cesta de mimbre llena de tomates. Vestía una túnica o chilaba blanca hasta las rodillas. No parecía llevar nada debajo. 

–Este es Patrick.

Anamari se sintió repentinamente turbada. Insegura y observada burlonamente a causa de un inoportuno sonrojo, incómoda, prefirió marcharse.

Volvieron a Can Roig las semanas siguientes. Las jóvenes ibicencas empezaron a disfrutar de la sensación de libertad que se respiraba en aquella casa. Se sentían bien, eran felices contactando con experiencias diferentes, atractivas, sicodélicas, novedosas. Sin darse cuenta, en pocos días cambiaron hasta su modo de vestir.

Aprendieron a cuidar del huerto en compañía de Patrick, a trabajar en el telar, a cepillar y dar de comer a Rockefeller, así llamaban al asno que habían comprado en San Juan, a practicar la técnica de la meditación. Ocurrió el día que Patrick señaló el lunar de la frente de Anamari, mirándola fijamente. Sólo después de que él repitiera las palabras «Third eye» comprendió que pretendía explicarle que su lunar era como un tercer ojo.

–Los hindúes y budistas creen tercer ojo ver alma –dijo David, que acababa de llegar al porche, donde se encontraba su amigo con las chicas.

Anamari quiso indagar en aquella filosofía oriental. A partir de ese día se tomó en serio los esfuerzos de Patrick por enseñarle a meditar.

Fumaban la marihuana que ellos mismos cultivaban en Can Roig y se iniciaron en la práctica del sexo con amor, libre de ataduras, con la bondad que debía existir en cualquier relación humana y espiritual, simbolizada en las flores con las que se adornaban. 

 Un mal viaje con LSD dejó secuelas en Anamari la noche en que oyó una voz femenina: «¡Ven, ayúdame, libérame!». A partir de entonces fueron muchas veces las imágenes que veía como auras de diferente color e intensidad alrededor de las personas. Por aquella época Anamari también empezó a sufrir terrores nocturnos, con episodios de sonambulismo similares a los que había padecido de niña. 

El final de aquellas vacaciones llegó el domingo 1 de septiembre, cuando Anamari decidió volver a San Lorenzo. Días después, un análisis de orina le dio el diagnóstico temido. Con 18 años iba a ser madre.

DECISIONES Y DESTINO

Fueron recibidas por una chica sonriente, de unos veintidós años, que apenas conocía palabras en español. Solo dijo un lacónico hola, antes de presentarse como Nathalie. Les hizo un gesto para que la siguieran y se fue hacia el interior llamando en voz alta a sus compañeros:Les hizo un gesto para que la siguieran y se fue hacia el interior llamando en voz alta a sus compañeros:

–¡David!, ¡Patrick!

–¿Habláis inglés? –preguntó David, el chico bigotudo que dejó de utilizar el viejo telar para saludarlas dándoles dos besos.

–No, pero sé un poco de francés –contestó Anamari.

–¿Qué tabaco es ese? Parece mentolado –preguntó Sagrario.

–¿Quieres? –le ofreció el cigarrillo, sonriendo–. Está bueno.

Entró en la casa el otro chico cargando una cesta de mimbre llena de tomates. Vestía una túnica o chilaba blanca hasta las rodillas. No parecía llevar nada debajo.

–Este es Patrick.

Anamari se sintió repentinamente turbada. Insegura y observada burlonamente a causa de un inoportuno sonrojo, incómoda, prefirió marcharse.

Volvieron a Can Roig las semanas siguientes. Las jóvenes ibicencas empezaron a disfrutar de la sensación de libertad que se respiraba en aquella casa. Se sentían bien, eran felices contactando con experiencias diferentes, atractivas, sicodélicas, novedosas. Sin darse cuenta, en pocos días cambiaron hasta su modo de vestir.

Aprendieron a cuidar del huerto en compañía de Patrick, a trabajar en el telar, a cepillar y dar de comer a Rockefeller, así llamaban al asno que habían comprado en San Juan, a practicar la técnica de la meditación. Ocurrió el día que Patrick señaló el lunar de la frente de Anamari, mirándola fijamente. Sólo después de que él repitiera las palabras «Third eye» comprendió que pretendía explicarle que su lunar era como un tercer ojo.

–Los hindúes y budistas creen tercer ojo ver alma –dijo David, que acababa de llegar al porche, donde se encontraba su amigo con las chicas.

Anamari quiso indagar en aquella filosofía oriental. A partir de ese día se tomó en serio los esfuerzos de Patrick por enseñarle a meditar.

Fumaban la marihuana que ellos mismos cultivaban en Can Roig y se iniciaron en la práctica del sexo con amor, libre de ataduras, con la bondad que debía existir en cualquier relación humana y espiritual, simbolizada en las flores con las que se adornaban.

Un mal viaje con LSD dejó secuelas en Anamari la noche en que oyó una voz femenina: «¡Ven, ayúdame, libérame!». A partir de entonces fueron muchas veces las imágenes que veía como auras de diferente color e intensidad alrededor de las personas. Por aquella época Anamari también empezó a sufrir terrores nocturnos, con episodios de sonambulismo similares a los que había padecido de niña.

El final de aquellas vacaciones llegó el domingo 1 de septiembre, cuando Anamari decidió volver a San Lorenzo. Días después, un análisis de orina le dio el diagnóstico temido. Con 18 años iba a ser madre.

–¡David!, ¡Patrick!

–¿Habláis inglés? –preguntó David, el chico bigotudo que dejó de utilizar el viejo telar para saludarlas dándoles dos besos.

–No, pero sé un poco de francés –contestó Anamari.

–¿Qué tabaco es ese? Parece mentolado –preguntó Sagrario.

–¿Quieres? –le ofreció el cigarrillo, sonriendo–. Está bueno.

Entró en la casa el otro chico cargando una cesta de mimbre llena de tomates. Vestía una túnica o chilaba blanca hasta las rodillas. No parecía llevar nada debajo.

–Este es Patrick.

Anamari se sintió repentinamente turbada. Insegura y observada burlonamente a causa de un inoportuno sonrojo, incómoda, prefirió marcharse.

Volvieron a Can Roig las semanas siguientes. Las jóvenes ibicencas empezaron a disfrutar de la sensación de libertad que se respiraba en aquella casa. Se sentían bien, eran felices contactando con experiencias diferentes, atractivas, sicodélicas, novedosas. Sin darse cuenta, en pocos días cambiaron hasta su modo de vestir.

Aprendieron a cuidar del huerto en compañía de Patrick, a trabajar en el telar, a cepillar y dar de comer a Rockefeller, así llamaban al asno que habían comprado en San Juan, a practicar la técnica de la meditación. Ocurrió el día que Patrick señaló el lunar de la frente de Anamari, mirándola fijamente. Sólo después de que él repitiera las palabras «Third eye» comprendió que pretendía explicarle que su lunar era como un tercer ojo.

–Los hindúes y budistas creen tercer ojo ver alma –dijo David, que acababa de llegar al porche, donde se encontraba su amigo con las chicas.

Anamari quiso indagar en aquella filosofía oriental. A partir de ese día se tomó en serio los esfuerzos de Patrick por enseñarle a meditar.

Fumaban la marihuana que ellos mismos cultivaban en Can Roig y se iniciaron en la práctica del sexo con amor, libre de ataduras, con la bondad que debía existir en cualquier relación humana y espiritual, simbolizada en las flores con las que se adornaban.

Un mal viaje con LSD dejó secuelas en Anamari la noche en que oyó una voz femenina: «¡Ven, ayúdame, libérame!». A partir de entonces fueron muchas veces las imágenes que veía como auras de diferente color e intensidad alrededor de las personas. Por aquella época Anamari también empezó a sufrir terrores nocturnos, con episodios de sonambulismo similares a los que había padecido de niña.

El final de aquellas vacaciones llegó el domingo 1 de septiembre, cuando Anamari decidió volver a San Lorenzo. Días después, un análisis de orina le dio el diagnóstico temido. Con 18 años iba a ser madre.

PATRICK

Despertó, se incorporó sobresaltado con sensación de frío. Aturdido, miró a su alrededor sin conseguir reconocer dónde se encontraba. Era un descampado, abundaban rocas y zarzas, se oía el romper de las olas no muy lejos. Llevaba puesto el caftán de algodón blanco que estaba sucio, calzaba solo una sandalia. Se encontraba sentado en el suelo, encima de una manta con dibujos de inspiración azteca entre dos rocas que no servían de refugio por el fuerte viento que venía del… Levantó la cabeza para observar el cielo, se mareó levemente. El sol estaba en su cenit, pero oculto por varias nubes cenicientas. Olía a hinojo y a enebro. ¿Dónde estaba la otra sandalia?, ¿y sus gafas?, se preguntó mientras miraba a su alrededor. No había más que piedras y zarzas… Se puso de pie con dificultad y esperó a que la tierra se estabilizara a sus pies, antes de empezar a andar hacia donde parecía que se acababa el mundo. Había dado sólo unos veinte pasos cuando descubrió el mar que cubría azul e inmenso todo el horizonte. A unos cincuenta metros se encontró en lo alto de un acantilado. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, pese a no llevar puestas las gafas, calculó que las olas del mar rompían sobre las rocas a unos treinta metros de distancia de donde se hallaba. Se oía el ruido intermitente del oleaje, se olía y sentía en la piel el viento salobre y fresco que procedía de… Observó con más detenimiento el horizonte, descubriendo a la derecha un islote y a la izquierda, separada de Ibiza (porque daba por hecho que seguía estando en Ibiza) por un estrecho canal, parte de una isla que, dedujo, debía ser Formentera. Si estaba acertado, y creía que sí, en ese momento estaba mirando hacia el sur, al lugar donde procedía aquel viento que ya no le resultaba tan desapacible. ¿Y cómo había llegado hasta ahí?, volvió a preguntarse dándose la vuelta. Tenía delante sólo campo baldío. Pero, un momento, ¿qué era aquello que se movía allá a lo lejos?, se dijo amusgando los ojos… Anduvo de prisa y luego corriendo en dirección al lugar donde le había parecido que se movía un bulto oscuro, cada vez de mayor tamaño, hasta que sus ojos astigmáticos reconocieron al animal.

–¡Rockefeller, viejo amigo! –exclamó Patrick un momento antes de que una piedrecilla se le clavara en la planta de su pie descalzo. La maldición que chilló asustó al asno, que lo miró con las orejas levantadas y se alejó trotando.

Sentado en el suelo, se llevó las manos al pie para liberarlo de lo que le había herido; le dolía y sangraba. Trató de recordar cómo había llegado hasta allí… Pero sólo conseguía acordarse de un sueño. Era un recuerdo vago que, conforme se concentraba, fue esclareciéndose en su mente hasta que, de improviso, se adueñó de su conciencia con la velocidad de un rayo.

Había vuelto a ver aquella inquietante imagen que le perturbó tanto el año anterior y que permanecía arrumbarla en su memoria. No recordar cómo llegó hasta allí sólo podía significar una cosa: había vuelto a tomar ácido.

Despertó, se incorporó sobresaltado con sensación de frío. Aturdido, miró a su alrededor sin conseguir reconocer dónde se encontraba. Era un descampado, abundaban rocas y zarzas, se oía el romper de las olas no muy lejos. Llevaba puesto el caftán de algodón blanco que estaba sucio, calzaba solo una sandalia. Se encontraba sentado en el suelo, encima de una manta con dibujos de inspiración azteca entre dos rocas que no servían de refugio por el fuerte viento que venía del… Levantó la cabeza para observar el cielo, se mareó levemente. El sol estaba en su cenit, pero oculto por varias nubes cenicientas. Olía a hinojo y a enebro. ¿Dónde estaba la otra sandalia?, ¿y sus gafas?, se preguntó mientras miraba a su alrededor. No había más que piedras y zarzas… Se puso de pie con dificultad y esperó a que la tierra se estabilizara a sus pies, antes de empezar a andar hacia donde parecía que se acababa el mundo. Había dado sólo unos veinte pasos cuando descubrió el mar que cubría azul e inmenso todo el horizonte. A unos cincuenta metros se encontró en lo alto de un acantilado. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, pese a no llevar puestas las gafas, calculó que las olas del mar rompían sobre las rocas a unos treinta metros de distancia de donde se hallaba. Se oía el ruido intermitente del oleaje, se olía y sentía en la piel el viento salobre y fresco que procedía de… Observó con más detenimiento el horizonte, descubriendo a la derecha un islote y a la izquierda, separada de Ibiza (porque daba por hecho que seguía estando en Ibiza) por un estrecho canal, parte de una isla que, dedujo, debía ser Formentera. Si estaba acertado, y creía que sí, en ese momento estaba mirando hacia el sur, al lugar donde procedía aquel viento que ya no le resultaba tan desapacible. ¿Y cómo había llegado hasta ahí?, volvió a preguntarse dándose la vuelta. Tenía delante sólo campo baldío. Pero, un momento, ¿qué era aquello que se movía allá a lo lejos?, se dijo amusgando los ojos… Anduvo de prisa y luego corriendo en dirección al lugar donde le había parecido que se movía un bulto oscuro, cada vez de mayor tamaño, hasta que sus ojos astigmáticos reconocieron al animal.

–¡Rockefeller, viejo amigo! –exclamó Patrick un momento antes de que una piedrecilla se le clavara en la planta de su pie descalzo. La maldición que chilló asustó al asno, que lo miró con las orejas levantadas y se alejó trotando.

Sentado en el suelo, se llevó las manos al pie para liberarlo de lo que le había herido; le dolía y sangraba. Trató de recordar cómo había llegado hasta allí… Pero sólo conseguía acordarse de un sueño. Era un recuerdo vago que, conforme se concentraba, fue esclareciéndose en su mente hasta que, de improviso, se adueñó de su conciencia con la velocidad de un rayo.

Había vuelto a ver aquella inquietante imagen que le perturbó tanto el año anterior y que permanecía arrumbarla en su memoria. No recordar cómo llegó hasta allí sólo podía significar una cosa: había vuelto a tomar ácido.

CALIFORNIA

Patrick Aldany, nacido en Los Ángeles en 1942, era el primogénito de Peter y Barbara.

Durante generaciones, los Aldany se habían dedicado profesionalmente a la música. Pero el joven Patrick, aunque tocaba varios instrumentos (piano, saxo, armónica, flauta), no parecía dispuesto a seguir la tradición familiar. Disfrutaba con la música, pero no quería vivir de ella. De hecho, no sabía a qué dedicarse. Fue a UCLA (Universidad de California, Los Ángeles), estudió Psicología sin acabar la carrera. Lo hizo para ocupar el tiempo y porque le pillaba cerca de la residencia de sus padres, que se hallaba en Beverly Hills. En cambio, su hermano Robert sí se graduó en Derecho. Todo cambió cuando, poco después de conseguir su título de abogado, Robert sufrió el primer episodio de esquizofrenia. Según los médicos que lo trataron, la enfermedad debía estar larvada en su cerebro desde hacía tiempo. Meses después sufrió dos brotes psicóticos más. Fue ingresado en un hospital psiquiátrico de Los Ángeles durante un largo año. Posteriormente, no volvió a sufrir ningún brote más, pero su inteligencia parecía haberse apagado o desenchufado, y su actitud era la propia de un hipnotizado.

Huyendo del ambiente de su casa y, una vez dejó la universidad, Patrick se dedicó a viajar por California. Estaba en San Francisco cuando se produjo la concentración de cientos de miles de jóvenes que deseaban una forma distinta de vida; enseguida se sintió identificado con aquella gente. Asistió en el parque Goleen Gate al memorable festival Human Be-In, donde escuchó por primera vez a John Phillips cantar San Francisco (Be Sure to Wear Flowers in Your Hair). Conoció a David Albert Morgan, que había sido detenido varias veces por la policía al manifestarse contra la guerra de Vietnam, y a Nathalie, una joven de Vancouver que ya no se separó de ellos.

Compartían todo de manera generosa: la cama, la comida, el LSD... En noviembre de 1967 Patrick sufrió un viaje tan malo que le duró casi doce horas. Asustado, dejó de tomar el ácido y se pasó a la marihuana. Pero aquellos efectos se fueron repitiendo inesperadamente durante mucho tiempo. David le dijo que les llamaban flash-backs. La terrible experiencia que tuvo aquel 1 de noviembre hizo que durante muchos días no saliera del estudio.

En los episodios recurrentes que invadían su mente sin previo aviso, Patrick volvía a ver aquella figura esférica que le atraía con una fuerza descomunal, al mismo tiempo que escuchaba una voz de mujer que le pedía auxilio. Pero, aunque se sentía sobrenaturalmente atraído por aquella esfera blanca y resplandeciente, nunca la alcanzaba. Tenía que ir hacia ella, a socorrer a esa mujer que al parecer estaba capturada, pero no sabía cómo. Le producía una angustia tan terrible que sentía cómo su cuerpo y alma se convulsionaban, tal como le contaban David y Nathalie. Más preocupante fue en la madrugada del 9 de noviembre, que se despertó en el balcón del estudio. En uno de aquellos flash-backs David lo rescató del alféizar de la ventana.

Estos episodios fueron haciéndose más cortos y menos frecuentes, hasta que desaparecieron por completo a mediados de febrero de 1968, casi un mes después de que David y Nathalie se fueran a Europa.

–Hace tiempo que finalizó el Verano del Amor y Haight-Ashbury ha degenerado hasta convertirse en un supermercado al que acuden impostores… Nathalie y yo nos vamos a Europa, a una isla española del Mediterráneo, Ibiza, donde dicen que se puede vivir rodeado de naturaleza, en paz –le explicó David.

–¿De dónde vais a sacar el dinero para el viaje?

–Nathalie se lo ha pedido a sus padres. ¿Quieres venir?

Patrick no se fue con ellos porque había conocido unos días antes a Alice, una mujer de unos cuarenta años, divorciada de un diplomático en Nueva Delhi. Alice había recorrido la India y Nepal durante tres años, conociendo sus tradiciones y enamorándose del misticismo que envolvía esos países. De regreso a Estados Unidos, en San Francisco se sintió atraída por aquella contracultura hippie. Invitada por Patrick, se mudó al estudio poco después de que se fueran sus amigos.

Con Alice aprendió a buscar la iluminación interior por medio de la meditación; le regaló un ejemplar del Bardo Thodol o Libro tibetano de los muertos, en el que se había inspirado Timothy Leary para escribir The Psychedelic Experience, que le había servido a su vez de inspiración a John Lennon para componer Tomorrow Never Knows; y le demostró que hacer el amor era mucho más que practicar sexo, que podía llegar a ser una unión espiritual y duradera gracias al tantrismo.

Vivir con Alice fue, hasta ese momento, la experiencia más feliz de su vida. Pero acabó pronto. No sujeta a nadie ni a nada, Alice decidió irse de San Francisco repentinamente una mañana de abril.

–¿Adónde vas?

–No lo sé –respondió encogiéndose de hombros mientras cargaba una mochila a su espalda. Llevaba puesto el sari claro y su larga cabellera pelirroja recogida en una trenza adornada–. Quizá vuelva a la India.

–Me gustaría conocer ese país.

Alice sonrió y le dio un beso, antes de despedirse:

–Quizás algún día vayas. Te gustará… Adiós, Patrick.

Siguió viviendo en el estudio una semana más. De repente se sintió solo. Pensó en viajar, en conocer otras culturas, tal como aconsejaba Jack Kerouac en On the road, que junto al Bardo Thodol se había convertido en una de sus biblias. Podría pedir dinero a sus padres y marchar a la India, pensó. Pero cambió de planes cuando recibió una postal de David. En ella aparecía una foto del puerto de Ibiza fechada ocho días antes en un lugar llamado San Lorenzo de Balafi. Con letra desgarbada David le contaba que estaban viviendo en el paraíso, en un lugar maravilloso, rodeados de naturaleza donde los lugareños eran gente tan pacífica como amable.

Al día siguiente se fue a Los Ángeles y telefoneó a su madre. Se reunieron enseguida.

–Quiero ir a Ibiza.

–¿Adónde?

–A Ibiza, una isla del Mediterráneo.

–¿Por qué tienes que irte tan lejos?

Patrick suspiró y meneó la cabeza.

–¿Me vas a ayudar? Te prometo que te mantendré informada.

Barbara pensó unos segundos mirando a su hijo con tristeza y cariño. Las lentillas empañadas dificultaron la búsqueda del talonario en su bolso. Firmó un cheque.

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