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El viajero en la frontera

Vila-Matas hace girar la tuerca de la autoficción y los límites de los géneros literarios para hacer saltar las normas con absoluta naturalidad

Hace dos años, Enrique Vila-Matas fue invitado a participar en documenta 13, una de las exposiciones de arte contemporáneo más importantes del mundo, y que se celebra cada cinco años en la ciudad alemana de Kassel. Vila-Matas sería protagonista de una performance, en la que tenía que sentarse a escribir en la mesa de un restaurante chino, a la vista de los clientes y de los visitantes, además de dar una conferencia en la que estaba previsto que no fuese nadie a escucharla. Pero todo esto puede ser simplemente falso, aunque hay fotografías del escritor protagonizando esta instalación y todo esté documentado en los archivos de la exposición. Todo podría ser mentira porque no hay un autor donde los bordes de realidad y ficción se difuminen tanto como con Vila-Matas.

Cuando empezó a publicar sus primeros libros, la crítica fue despiadada con el autor, que tildaba de poco menos que un divertimento narcisista su obra. El verdadero problema era que, como autor, se encontraba solo en el panorama literario español. La autoficción y la exploración de los límites entre los géneros no era algo a lo que los lectores estuvieran acostumbrados. Y hoy, que esas dos tendencias son cultivadas con profusión, se sigue encontrando solo: nadie sabe jugar a esos dos juegos literarios como él lo hace, y cada dos o tres novelas vuelve a girar la tuerca de ambos para hacer saltar las normas con absoluta naturalidad, haciendo que «autoficción» y «límites literarios» pierdan su sentido por completo. Permítanme trazar una analogía con Lobo Antunes: el autor portugués practica desde que empezó a escribir una autoficción casi destructiva y redentora. Se encuentra atrapado en un laberinto mental del que sólo sabe escapar escribiendo para que sea el lector el que acabe atrapado en él. Vila-Matas parece tejer ese mismo laberinto sobre el lector, pero sobre las bases del humor y la ironía, tomando distancia usando para ello lo íntimo, y consiguiendo con éxito hacer de la continuidad de su obra algo nuevo por descubrir cada vez.

Kassel no invita a la lógica puede leerse como una larga reflexión sobre el arte contemporáneo, si supiéramos definir qué demonios es el arte contemporáneo, y para ello cuenta paradójicamente con elementos tradicionales de narración: un personaje, que como siempre se parece a Vila-Matas pero no es en absoluto él, encerrado en una unidad de espacio y de tiempo. La peripecia del escritor invitado a una exposición de arte contemporáneo es el gran «mcguffin» que enmascara la realidad: no hay un argumento real en el libro, no hay un punto de partida sólido, como tampoco hay un lugar objetivo al que el narrador quiera llevarnos. Cada uno de sus 70 bloques textuales está organizado en torno a reflexiones exentas, que a su vez se justifican por medio de las frases-cofre, las ideas realmente brillantes, que cada uno tiene. Es una novela que se debe leer con un lápiz en la mano para ir subrayando y destacando las palabras que saltan por encima del resto del texto.

El humor enmascara la importancia de las ideas que están operando a lo largo de todo el texto, y como le ocurre al narrador al tomar contacto con dos obras de la documenta 13: una estancia oscura con bailarines y una corriente de aire en una habitación vacía, al leer, el lector se adentra tanteando en la primera hasta recibir el suave roce de la segunda, y queda desvalido, como el viajero caminando justo encima de la línea de una frontera, incapaz de decidir en cuál de los dos territorios está su destino.

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