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Lecciones de vida gatuna

John Gray.

En el periplo de la especie humana sobre la Tierra ocurrió un buen día que el hombre se reconoció a sí mismo. La autoconciencia le hizo comprender que en algún momento la vida chocaba sin remedio con la muerte, que es el trance final y definitivo. Desde entonces, el ser humano no hace otra cosa que huir de ella, haciéndose la ilusión de trascenderla, entreteniéndose en los juegos con que ocupa la fatídica espera o tratando de hilvanar una filosofía que al menos dé pleno sentido a su existencia. Así hemos creado religiones salvíficas, códigos éticos, ideologías promisorias o grandes relatos, como el tejido en torno a la idea de progreso. El individuo civilizado, en tanto que cima de la evolución, se ha atribuido el logro inmenso de haber localizado el punto de destino y de saber el camino que conduce a él.

La humanidad ha sostenido en pie un artificio deslumbrante donde anclar un fundamento y una motivación. Para ello ha utilizado todo tipo de trucos imaginables con una habilidad pasmosa. Pero el empeño, advierte John Gray, ha resultado inútil y el edificio se tambalea. En el fondo sabemos que la construcción era frágil y se está viniendo abajo. De esa sensación proceden nuestras continuas recaídas en la ansiedad, que con una frecuencia cada vez mayor se transforma en angustia. Hemos planificado y hecho proyectos, creyendo que podíamos diseñar el futuro, pero el porvenir es más incierto que nunca. Vamos descubriendo que la confianza en dominar la naturaleza mediante la razón era infundada. Al contrario, parece imponerse la idea de que es la razón, una creación del hombre, la sirvienta de nuestros impulsos primarios. Ni siquiera tenemos el libre albedrío que suponíamos en nosotros. Somos un mero producto del azar y la selección natural. Un ejército de biólogos, neurocientíficos y arqueólogos están confirmando las intuiciones que tuvieron grandes filósofos y dejando a los humanos al desnudo.

La pretensión de emanciparnos de la sabia naturaleza, prosigue Gray, ha sido un error fatal, cuyas consecuencias estamos pagando. Buscar el sentido de la vida es como perseguir la felicidad, una distracción, sin saber que la felicidad está precisamente en no buscarla. Mejor haríamos en vivir como los gatos, que se conforman con lo que la vida les da, de acuerdo con la naturaleza, sin enredarnos en absurdas disquisiciones. En vez de querer educarlos, deberíamos aprender varias lecciones del «egoísmo sin ego» que encierra su forma de vida. Para reforzar su postulado, Gray refiere minuciosamente detalles de la convivencia de unos cuantos mininos con sus ilustres tutores.

El prestigioso profesor de Oxford pincha el globo en el que hemos viajado miles de años. No acierto a discernir si el acto de poner a los gatos como ejemplo de actitud ante la vida es un mero pretexto, una provocación, o deriva de una firme convicción, tras haber compartido domicilio con uno y dedicarle muchas horas de reflexión. La cuestión del sentido sigue siendo el tema capital de la especie humana, a diferencia de lo que ocurre con los gatos, ajenos por completo a esa preocupación. Algunos filósofos se han pasado de rosca porfiando en este asunto. El ensayo de Gray incita a una lectura apasionada, que se disfruta en cada razonamiento, incluido el que se adentra en los vericuetos de la moral, entendida como justificación a posteriori de las emociones, con una desasosegante lucidez.

En todo caso, la lección que contiene este maravilloso libro no se la debemos a ningún gato, sino a John Gray, un agitador del pensamiento europeo que, si vivir como un felino se tornase imposible, nos recomienda disfrutar del espectáculo incomparable de la vida cotidiana. Aunque la vida gatuna sea hoy irrealizable para los seres humanos, quizá pudiéramos simplificar la nuestra y ahorrarnos bastantes complicaciones gratuitas. Pero, ¿hemos de admitir que la vida no es más que un batiburrillo de experiencias moralmente indiferenciadas?

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