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Philip Hoare Durero, la ballena y la mortalidad

Philip Hoare, en la playa de la Mar Bella de Barcelona. Maite Cruz

Cuando el británico Philip Hoare (Southampton, 1958), ataviado con su habitual camiseta de rayas rojinegras a juego con los calcetines, llega a la entrevista a media mañana lleva ya tres chapuzones en la playa de la Mar Bella de Barcelona. La primera vez, aún de noche. «Con la Luna y las estrellas, y luego mientras salía el sol. ¡El agua estaba fantástica! En Inglaterra está mucho más fría. Da igual a dónde vayas, siempre hay una comunidad de gente que, como yo, adora el mar. El mar forma parte de ti». Y de sus sorprendentes, cautivadores e inclasificables ensayos, como el superventas Leviatán o la ballena, El mar interior, El alma del mar y, ahora, de Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo (Ático de los Libros).

Autorretrato de Durero, de 1500, cuando tenía 28 años.

De nuevo conectando experiencias, notas de viaje, recuerdos y sensaciones con historia natural, arte, ciencia y cultura, Hoare se acerca a Durero (1471-1528), el genial y moderno artista del Renacimiento alemán, para volver a nadar, literalmente, junto a la ballena, como describe en una escena del libro: zambullido y rodeado de 150 cachalotes mientras son atacados por un grupo de orcas. La cosa no acabó en drama, pero confiesa que sí se ha sentido en peligro en el mar. «En Brighton, en la costa sur de Inglaterra. Sentí que perdía el control, que el mar se me llevaba y no podría volver a la orilla. Se veía un letrero de una tienda de fish and chips y pensé en lo irónico que sería morir justo ahí. Soy consciente de mi mortalidad cuando entro en el mar, por eso lo hago. Aunque no me pongo en situaciones de peligro, el mar es peligroso. Para mí nadar es mi arte, no es un deporte, tiene algo de meditación».

La muerte de la madre

Escuchándolo se comprenden algunas de las páginas más sinceras de Alberto y la ballena, donde Hoare conecta la muerte de la madre de Durero con la de la suya, recordando cómo pidió en el hospital que la desconectaran de la máquina. «Sentí una gran pena. Aún hoy no sé si hice lo correcto. Seguro que Durero sintió algo similar. Mi madre estuvo una semana inconsciente en el hospital y despertó para morir en mis brazos. Sentí entonces que se liberaba de un peso. Tras su muerte me fui al mar y nadé. Era un día de octubre soleado. Y me sentí liberado. Me enseñó cómo es morir y me hizo ser consciente de que nos pasará a todos. Al experimentarlo reí y fui feliz», explica el escritor británico.

Hoare es capaz de trazar lazos no solo con Herman Melville y su Moby Dick, sino también con Goethe, la poeta Marianne Moore, Thomas Mann, William Shakespeare, el monje medieval Albertus Magnus (el primero que documentó ballenas) y David Bowie. La conexión de Durero y el cetáceo se remonta a 1521, cuando el pintor abandonó su Núremberg natal para alejarse de la peste. Fue hacia el mar, a los Países Bajos. Había muerto su mecenas, Maximiliano I, y sabía que allí iría su sucesor, Carlos, del que quizá podía obtener nuevos favores. Había oído que en la costa de Zelanda existían los restos de una ballena y quiso verla para pintarla. Pero el barco en que viajaba estuvo a punto de naufragar, y él, cerca de morir. Al llegar, la tormenta había devuelto el cuerpo del cetáceo al mar. Fue allí donde probablemente contrajo la malaria. Su salud nunca se recuperó, muriendo siete años después, a los 56.

Durero sufrió pesadillas con la peste, los cometas y el diluvio (grandes trombas de agua que caían del cielo, lluvia roja como la sangre). «Tenía sueños y visiones. Y le preocupaba el futuro: la plaga, las inundaciones... cosas que también nos preocupan hoy, con tantas cosas apocalípticas. Y con sus obras del rinoceronte, la morsa y la liebre también nos habla de la extinción por el efecto que tiene el ser humano sobre la naturaleza. En el año 1500, en el Antropoceno, es cuando el ser humano empezó a dejar su huella sobre la naturaleza y Durero ya era entonces consciente de nuestra acción depredadora. Pero también creía que el arte podía salvarnos y en sus obras se imagina el futuro de ese arte. Y plasma esas visiones donde entrelaza arte y ciencia. Observa la naturaleza, los animales y las plantas, y la representa. Y en sus obras detiene el tiempo y hace que nos enfrentemos a lo que le hacemos a la naturaleza, la estamos matando. La hierba de hace 500 años nos hace pensar en el clima de entonces y en el cambio climático de hoy. Los hace inmortales, hace que nos sobrevivan, pero la ironía es que muchos de los que dibujó no nos sobrevivirán porque se están extinguiendo».

Las manos de un artista

Durero, autor de obras como Melancolía, Adán y Eva y El caballero, la muerte y el diablo, tuvo mucho de visionario. «Fue el primera artista que utilizó el grabado, sabedor de que serían imágenes poderosas que le sobrevivirían. Sus xilografías se vendieron por miles y fueron una revolución que cambió la concepción del arte en Occidente».

Dejan también huella sus autorretratos. Uno, de 1500, que muestra sus dedos contracturados, conecta directamente con Hoare, quien enseña sus propias manos, operadas, como deja constancia en el libro, de la enfermedad de Dupuytren. «Durero también la sufría. Sus manos son un componente esencial que te dicen: «No soy un artesano ni un trabajador sino un artista. Con las manos hago arte, soy Dios. Las manos están al servicio de su imaginación».

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