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Inquietante baile de máscaras

Arctic Monkeys. INFORMACIÓN

«Más vale que haya una bola de espejos». Ya lo advertían los Arctic Monkeys en el primer adelanto de su nuevo y séptimo disco, The car, que acaba de llegar a todas las tiendas y plataformas. Y vaya sí la hay: entre la invitación a un baile (There’d better be a mirrorball) y un beso de buenas noches (Perfect sense, canción que cierra el disco), imágenes dispersas de mundos que se fragmentan como la luz que la bola de espejos devuelve a las paredes, centelleante, ensoñadora, pero también ilusoria, fractal.

Inquietante baile de máscaras

Desde ese sublime wéstern que es The car a la preciosísima balada orquestal Body paint, pasando por el funk de I ain’t quite where I think I am o por esa soberbia Sculptures of anything goes en la que la voz de Alex Turner emerge como una alucinación entre los oscuros sintetizadores y que bien valdría como banda sonora de alguno de los lisérgicos horror-noir de Panos Cosmatos. Un disco extremadamente cinemático, táctil, elegante.

Eso no quita que haya algunos patinazos (Mr. Schwartz es una especie de Hotel California desacompasada, salvada eso sí con toques de Lee Hazlewood y la siempre impecable lírica de Turner; Jet skies on the moat no termina de funcionar en su fusión de funky arpeggiato) y, en general, se echa en falta algo de dinamismo en el disco en su conjunto, consecuencia de una interpretación vocal por parte de Turner demasiado monótona -uno no se convierte en crooner de la noche a la mañana- por muy aderezada con falsetes que esté.

Puede que haya quién se sienta decepcionado con este nuevo disco: ¿dónde está ese nervio de los primeros discos, esa voz entre nasal y raspada de Turner, las baterías machaconas de Matt Helders? Sin embargo, en un momento cultural en el que impera la nostalgia, Alex Turner y los suyos van por libre y hacia adelante. Tranquility Base Hotel & Casino, su anterior disco, lleno de texturas space pop, no fue un experimento, sino una declaración de intenciones. From The Ritz to the rubble y, ahora, de vuelta al Ritz.

Champán caliente, aire viciado

Puede que los Arctic ya no le canten aquí a los suelos pegajosos de cerveza, a los besos tímidos con sabor a Dandelion & Burdock o a las noches solitarias en habitaciones llenas de gente pero, aun así, esa sensación de que la felicidad se escapó por apenas un segundo sigue latiendo con la misma fuerza.

Como en el mejor Badalamenti, en There’d better be a mirrorball basta tan solo una nota discordante para que el sueño romántico adquiera tintes extraños e inquietantes. Ahora estamos en un universo de hoteles de lujo, whisky de importación y sofás de cuero, sí, pero uno en el que la pared de la lujosa habitación esconde humedades, las cortinas del salón de baile están llenas de polvo, el champán está caliente y, el aire, demasiado viciado.

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