Un refugio ante la catástrofe
El grupo islandés Sigur Rós responde a las inclemencias globales con Átta, poderoso y delicado álbum, purificador y orquestal, con el que rompe un vacío de diez años
J. Bianciotto
Músicas reconfortantes contra el ruido del mundo, balsámicas, acogedoras, para imbuirnos de ellas desde nuestro iglú. Las inclemencias globales (pandemia, guerras, crisis climática) se funden ahora en la agenda de muchos creadores y no sorprende que envuelvan por completo la nueva obra de un grupo tan asociado a la poesía de la naturaleza como Sigur Rós. De ahí sale el disco que, con relativa sorpresa, puso en circulación la semana pasada.
Su título, Átta (ocho en islandés, alusión a que es su octavo disco), transmite un distanciamiento aséptico, en línea con la sensación de desamparo que flota en sus diez composiciones. Esta vez, Sigur Rós ha tenido tiempo para trabajar en el álbum, dada la década transcurrida desde su entrega anterior, Kveikur (2013), si bien sus integrantes han reconocido que, en este largo período, manejaron otro proyecto discográfico que se vieron incapaces de culminar y que dejaron en el cajón. Ahí, Átta viene después del borrón y cuenta nueva, y habiendo acogido, de vuelta a casa, a uno de los integrantes históricos, Kjartan Sveinsson.
Fusión total
Llama la atención que Kveikur, concebido en tiempos supuestamente menos inquietantes, resultara ser mucho más intimidante y atronador que este Átta, cuya primera clave es la mínima presencia de percusiones y el delicado empaque sinfónico de la London Contemporary Orchestra, con dirección de Robert Ames. Este es su álbum más paisajístico, etéreo y propicio al recogimiento mental, y se asienta en una fusión quirúrgica del instrumental de la banda (no solo electrónico: banjos, metalófonos, pianos de juguete) y los efectivos orquestales. Todo confluye en una marejada que se abre paso a través de artefactos como Blóðberg, tema que alude a las plantas medicinales y cuyo vídeo es quizá el más siniestro de la banda: imágenes de la tierra en un estado terminal, con arbustos deshidratados y cuerpos inertes amontonados.
Pero Sigur Rós no está tanto aquí para hundirnos sino para darnos esperanza, y la voz de Jón Birgisson es portadora de consuelo y sentimiento, enfrentándose a horizontes infinitos y cabalgando sobre esa percusión minimal que conecta con los latidos del corazón. Temas de títulos nucleares: Skel significa cáscara; Klettur, roca. Y un canto purificador en Ylur (cálido), buscando la redención y el resquicio de luz hasta esa conclusión llamada 8, que en sus casi diez minutos parece dejar la puerta abierta con su lánguido fundido a negro.
Culmina un ciclo de músicas inmersivas, quizá demasiado esteticistas para ciertas sensibilidades, pero que desarrollan de un modo distintivo los altos ideales de belleza esgrimidos por Sigur Rós. Se pudo constatarlo en el concierto (sin orquesta) que ofrecieron el viernes en el Cruïlla de Barcelona.
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