En el estado mexicano de Morelos, El Ponchi, catorce añitos recién cumplidos y miembro activo del cártel lugareño, ha confesado a la policía al menos cuatro crímenes. "Me gustaba degollarlos", dice el crío. No levanta más de dos palmos del suelo, quizás eso lo hacía invisible o transparente, ajeno al arte que aprendió con once años. "Me dijeron que me iban a matar. Y mataba para no ser muerto", espiral horrible en la que pegamentos, base o crac negro de la tarde se mezclaban con su daga infernal. Degollar, cortar pescuezos, es el arte más antiguo empleado por el hombre para aniquilar a su rival. El Ponchi llegaba sigilosamente y sin más, agarrando fuertemente del pelo por detrás a la víctima, le rajaba la tráquea, la carótida, la aorta y todos los canales de músculos de sujección. La sangre caliente que salpicaba su mano asesina se convertía en cálida y reconfortable. En ocasiones, la cabeza del muerto se iba hacia atrás hasta casi su decapitación. De momento ha confesado cuatro crímenes. Un angelito entre arcángeles.