Una mujer pide ayuda en la calle porque su perrita se ha colado por las rejas de un imbornal. No sabe como se ha soltado de la correa, tal vez persiguiendo una cucaracha metió hocico y cuerpo hasta caer hueco abajo al pozo de residuales. La mujer está histérica, o parece estarlo. Lulú, que así se llama el animalito, es una perrita minúscula. Seguramente no tenía más que ojos saltones y seguramente era una perrita burguesa, rica, riquísima, de las criadas entre algodones, vestidos para el invierno y baños de gel en verano. Mientras alguien saca las rejas de un tirón y se asoma sin más con una linternita de llavero al pozo debajo de la acera, ella sigue sulfurada, atacada. Los pechos le suben y bajan en ese orden, regulares y prietos como alcachofas recién sacadas del bancal. No está mal, viste una falda apretada que le remarca los glúteos y el abdomen. Hipa y solloza ante la presencia de un guardia municipal que se ha asomado al ver el corro de gente. El hueco es estrecho y pese a la linterna del guardia, mucho más potente que la del ciudadano voluntario, las palabras son las mismas: nada. A la pechugona la abanican y consuelan. Un menda con dos dientes de oro está a su lado. En el revoloteo del abanico cierto aroma a perfume pegajoso inunda el perímetro. Aquí, aquí, grita aquél tipo casi a veinte metros, en otro de los imbornales. El guardia, seguido de la cohorte y de la afectada, llega hasta el lugar. Cuando miran abajo, en el fondo del hueco oscuro ahora iluminado por el explorador, contemplan como a una rata grande le asoma un pedazo de pata de Lulú por la boca. Tuvieron que pedir una ambulancia porque ella se desplomó de la impresión. El tipo de los dientes de oro no se separó de los pechos, y el guardia, resignado, sólo pudo decir, circulen, circulen. Abajo, la rata, pasado el sobresalto del deslumbramiento, terminaba de engullir a su presa disponiéndose a hacer la digestión.

Dedicado al gran Azcona y al buen Berlanga