Hubo un tiempo en el que yo sólo creía en los muslos de Norma Jean. Coleccionaba sus fotos y pòsters, sus retratos, acuarelas y postales. Contemplaba álbunes de colección y admiraba la perfección de sus glúteos, en una època en el que los cánones de belleza enfocaban otros parámetros. Células acumuladas y lípidos turgentes reforzaban la turbadora presencia de Norma. Hubo un tiempo en el que bebía los vientos por ella.

La ví borracha de ginebra barata, borracha y obscena con el rimel corrido, las pestañas postizas y el carmín cuarteado. Le olía el aliento a vómito y sardinas enlatadas y se rascaba los muslos que tanto deseé con unas uñas ennegrecidas pintadas de rosa débil. Cantaba sin saber qué, e intentaba meter su mano en mi bragueta. No la dejé.

Tres noches después supe que la policía la había encontrado en su cama, tiesa como la mojama, desnuda, reventada a pastillas y con una botella de vodka volcada sobre la colcha italiana de su impresionante tálamo. Norma Jean, ladeada y cadáver entre sábanas de seda y lino raso.

Cuando veo su cuerpo desnudo, el rigor mortis que acorcha sus músculos, cuando adivino sus glúteos otrora de fuego y deslizo la mano por su rostro frío, no deja de estremecerme su imagen crepuscular.

Hubo un tiempo en el que yo sólo creía en los muslos de Norma Jean.