Me siento en el paseo de la playa a primera hora, con nubes grises de panza de burro y deportistas corriendo entre arenas. Conozco lo que se abre ante mí. La cala de los judíos, el límite curvo hasta la bocana del puerto deportivo, arrugado por la aparatosidad de un hotel monstruoso rodeado de espigones. Tabarca, un pendiente pirata, una isla emanada contra el sol. Leo a Vila Matas, concretamente releo sus historias sobre Bartleby y compañía, oyendo el rugir de la mar. La sublimación está servida. Frío, respiración alterada de olas en poniente. Los sueños encrespados de Juan Rulfo y su tío Celerino, el laberinto del no, la mar abierta entrando en mis pulmones. Conozco, ya lo he dicho, lo que veo. Casi me he criado con la luna llena encima de los barcos en lontananza. Amaneceres rojos de sangre, una bola calurosa, fluorescente, apareciendo por el rompiente del cabo de las huertas. Leo a Vila, aunque procuro no leerlo mucho. Un amigo que escribe y nos leemos, lo sabe perfectamente: si entras en el cìrculo viciado del escribiente puedes morir de sopetón una tarde cualquiera, mientras tu señora compra en mercadona chorizo, salchichón o una bandeja de pechugas cortadas en finas láminas. Eso es lo que tiene Vila, que la palmas contra el cojín del sofá con sus letras del demonio y sus dolores del pensamiento. Porque el pensamiento tambièn duele, físico, abrupto. Se muestra en frases imposibles, heridas de guerra frente a la mar embravecida con patos y gaviotas que esperan, sin más, poder cagarse encima del nombre del escritor que lees.