Al entrar en un kiosco me lo he encontrado. Lo he conocido a la primera, a pesar de los años, las canas, la barriga. Èl no se acuerda de mí, claro. Seguro que ya está jubilado. Tiene el mismo mostacho que siempre, la misma cara de hombre de poco fiar. Una de sus aficiones, hace apenas treinta años, era golpearte detrás de oreja, a la altura de la carótida. Tenía habilidad el cabrón. Una vez entró con una toalla mojada y atada por las puntas. "Aquí nadie pega, ya lo sabes". Tres latigazos en el costado te dejaban doblado, además sin marcas. Enseguida decían lo que quería oir. Si no lo sabían, lo inventaban. A mí me tuvo setenta y dos horas detenido y me interrogó durante dos. Yo era un mierdecilla, así que poco le podía contar. La consigna: siempre hay que describir el careto de Serrat. Imagino que todos los polis de la brigada político social estaban hasta los huevos de oir que su contacto en tal o cual célula tenía un lunar en un pómulo. El cabrón, Guti se llama, te acojonaba a la primera. "Te meto dos hostias que te cagas", decía. "Ah, vives en el barrio. Tengo yo muchos conocidos en esa zona. A lo mejor conozco a tu madre. A lo mejor me la he follado". Sólo me pegó una vez. Con la mano abierta. Por algún motivo esa tarde estaba desganado. No le apetecía. He de contar que, al paso de los años, en una reunión municipal, asistió con el comisario jefe. Comisario e inspectores para configurar un plan junto a otros, de protección civil por un evento determinado. El Guti estaba sentado en la mesa democrática. "Yo he sido siempre un demócrata", decía distendidamente a una compañera. Hoy lo he visto en un kiosco, compraba tabaco. He tenido malas ideas, pero después, al instante, se me han borrado de la cabeza, ya saben, cosas de aquello que llamaron recociliación nacional. Quizás el tabaco alimente en su conciencia algún tumor. Tumor maligno.