Coincido con un opúsculo leído hace nada: a la muerte, en estos días, le interesan más los tipos que gastan cinturón con hebilla plateada.

Correa de cuero rojo oloroso, tal vez antigua tira de piel de morsa o de cocodrilo del nilo. Y la parca, vestida de blanco, plás, se enamora cuantitativamente del figurín y le destroza la barriga con un tiro perdido en el barrio. Para colmo no se lo carga en el acto, tres días de dolores y morfinas variadas, hasta que, con un beso adulador, se lo lleva de la uci para estigia.

Con otra arrogante hebilla en forma de cabeza de águila imperial, tejanos nuevos encapsulados y tabaco rubio, ella lo espera en la puerta de un bar, vaya sitios que escoge. Pasa la palma de la mano por su paquete y toca el cinto, correa nueva, con orificios correctos de máquina precisa. Entonces sopla en sus labios y a él, agarrado a la cabeza de águila imperial, le duele pronto el pecho, la espalda, un brazo. Siente que el soplido frío lo ahoga y, agachándose, eso, se vacía queriendo respirar, se muere con la hebilla desabrochada, la camisa abierta, un masaje cardiaco voluntario, las asistencias tardías de la ambulancia, el cielo que se nubla.

Coincido con un opúsculo. Por esta circunstancia, hoy y mañana sigo con pantalones cortos, elásticos aprieta cinturas. Sólo hasta que ella, caprichosa y jodida, se olvide de las hebillas plateadas.