A un señor aficionado a la caza mayor le han robado una cabeza disecada de rinoceronte. Luego, los ladrones, han cortado los cuernos y la han tirado a una acequia. Descubrimos la patética escena: una cabeza con las defensas serradas semihundida en el lodazal de un bancal de alcachofas. El cazador, lo es legalmente. Por eso me entero que esos cuernos robados tienen un registro, un número de serie de control. El señor lo cuenta en su sala de trofeos: ancladas a la pared veinte o treinta cabezas más: impalas, ñus, leones. Uno le dá vueltas a las cosas por dárselas, hubo un tiempo quizás, que una jabalina o un arco mataba a un dinosaurio. Y se lo comían, incluída la cabeza. Estos cazadores, y los hay a miles, buscan elefantes, leones, lobos, osos, urogallos o a la puta madre del cordero divino. Los matan pagando por el gusto de matarlos, por hacerse la foto con sus piezas. Vean sinó en algunos bares cutres la testa del cordero divino colgando sobre la máquina tragaperras. El caso es que un rinoceronte (afectado, dice el cazador que era la joya de su corona) es asesinado legalmente en medio de la sabana, decapitado, disecado y exhibido en un chalet de la costa mediterránea, para, en un retruécano antinatural acabar al lado del alcachofal sin los malditos cuernos presuntamente afrodisiacos. No se extrañen entonces, si de vez en cuando advierto que me atrae la figura del leopardo devorando a su matador. Pura naturaleza.