Cortázar asistió a un concierto de Stravinsky en el teatro de los campos Elíseos de París. Una tarde lluviosa, jueves de Octubre de los años setenta. En el entreacto, la platea, (el sitio más barato) se vació. Los ambigús entre escenas sirven para orinar, besar a una mujer, tomar ron añejo, fumar marihuana a escondidas. El caso es que la sala se vació. Me lo contaba apoyado contra una librería donde había un vaso lleno de rotuladores verdes. La gente no conoce que Julio escribía con rotuladores verdes y que guardaba cientos de ellos. Entonces, con la sala vacía, aparecieron los cronopios. Aparecieron sólos, quizás de una nebulosa invisible, oculta tras la cadencia musical de la primera parte. Habla Cortázar arrastrando las erres en perfecto francés. Aparecieron llamándose así, ellos mismos me encontraron, quizás buscaban a alguien en el teatro y, al estar la sala vacía, toparon conmigo. Desde entonces no me abandonaron. Como eran populares, seres normales que planteaban problemas comunes, esa vez sí, tuve que crear antagonistas, banqueros de mierda, (miegda pronuncia, o merde), presidentes de repúblicas corruptas, de monarquías sátrapas. Y nacieron los famas. Esta tarde tranquila, oyendo música recuerdo al gran maestro. Fumaba Gitane, olía a tinta y, carraspeando turbio, soñaba maravillas.