La última vez que viajé en avión pensé que la mar de abajo se movía contra la popa de nuestra nave. No me gustan los pasajeros aeronavales por la cantidad de colonia que usan. Si en un vuelo barato intenta alguien pasar la página de un diario cualquiera, un vaho misterioso de perfume invade el pasillo hasta el hastío. Olores aparte, imaginé, mirando de rabillo las piernas a una azafata que hablaba con la butaca 36, que no estaba la cosa para entrevistas entretenidas. Un bache, turbulencia suave, me lo advirtió. Yo seguía pensando que aquella plataforma en el centro del azul de Tarragona era la base petrolífera moviéndose hacia el sur, mientras nosotros, casi con el intermitente de aterrizaje puesto, solo estábamos estáticos, suspendidos en la ingravidez absoluta de los ojos de la mujer india que bostezaba a mi lado mientras veía un bollybood espantoso en su portátil. Sonó diung, el ruido correcto de los neumáticos contra la pista de aterrizaje. Y luego las turbinas adentràndose en el oìdo, hay que tragar saliva, mientras disminuye el ruido hasta cero. Es indudable..., sin movernos del destino, todo había transcurrido al contrario. Después, en un descuido, volví a fijarme en la azafata que hablaba con la butaca 36. Sonrió amablemente, hacia atrás, claro. E es igual a mc al cuadrado, dijo al despedirme.