Leo "La conjura de los necios", (siempre de ocho y media a nueve menos cuarto am), sentado en la terraza de una cafetería. Hoy una cagada de gorrión escondido en su casa entre el follaje de los gigantescos ficus me encabrona. Joder. Cae justo en el muslo. Blanca, negra y gris, cagada tricolor que inflexiona mi posición delante del café largo descafeinado humeante arriba de la mesa. El cabrón del pájaro es ácido, debe de serlo, porque el excremento crea en segundos una quemazón en la tela y la quemazón un agujero diminuto, similar al fòsforo candescente. Mierda al cuadrado. Pájaros mutantes sobre la copa de los árboles de las cafeterías, pienso, que cagan napalm cotidiano. Pájaros con alas de nácar, con plumas de hierro, con vientre decrèpitus humeante. ¿Que comen nuestros pájaros de ciudad, pregunto al hilarante protagonista de la novela que inaugura mis lecturas del día, Ignatus Reilly?. Me levanto y entro en el bar en cuestión. Casi abro paso a codazos en la barra de churros y humos chocolateros. Otro café, cuando pueda, por favor. Miro a la camarera atareada en la máquina y veo un leve, pequeño, minúsculo agujero en su hombro derecho. Cuando llega con el vaso se lo comento... ¿pájaro?. Ella sonríe.