Narciso tiene dos colmillos de elefante en el salón. Le digo que es un crimen y contesta que sí, que sabe que es un crimen. De hecho fué él el criminal. Desde un todoterreno disparó al paquidermo directo a la cabeza. Era un tiempo en que todo estaba permitido. En ese mismo salón una piel de león, curtida y ocre, está tendida en el suelo. Las sillas tienen piel de cocodrilo, de las paredes cuelgan máscaras tribales junto a cabezas disecadas de bestias salvajes. Un gran cenicero sobre la mesa es una mano de orangután. Narciso ha hecho un museo de horror su casa. Lo sé, soy consciente del repelús que crea al visitante. Lo dice encendiendo un montecristo hábilmente con su única mano. El brazo se lo arrancó una pantera negra acorralada. También le destrozó parte de la cara y medio pecho. Sonríe cuando lo cuenta: logró huir, aquella pantera se fué después de beber mi sangre, creo que moriría envenenada al cabo de los días. Entonces me lleva a otra mesa donde una extremidad acartonada acaba en una mano abierta. Este es el que me falta, lo hice disecar expresamente en París, verás que no tiene parte del antebrazo. Se lo llevó la puta pantera. Me excuso, necesito aire, así que salgo al jardín huyendo de tanta taxidermia. Respiro hondo al lado de un olivo retorcido y frondoso. Encima de una rama contemplo atónito un buho completamente estático.