El escultor Juan Muñoz contaba que su madre había donado el cuerpo, óbito mediante, a la ciencia. Todo el cuerpo, salvo los ojos. La idea me aplastó en un segundo. Muñoz, a contraluz de sus chinos sonrientes esculpidos, (se ríen de nada y de nadie, en un corro sin corro y en un espacio inventado por la presencia misma de la carcajada), expone una historia maravillosa: lo que vieron estos ojos, en ellos quedan. Así, en el sepelio, sólo dos globos oculares dentro de un cofre mínimo: restos de vida. Viendo sus pasamanos de madera noble, perfectos, rectilíneos, con una navaja escondida en el acople de la pared, mirando sus trampantojos, el vacío, vértigo, el equilibrio, realidad y ficciòn, descubro tarde a seres paralelos a mí mismo. Ese ensueño mágico, (muchas de sus figuras son prenacidas, o gesticulan mirando hacia adentro), destrozan lo esquemas mínimos. El único consuelo es saber que la peripecia del sentimiento es intrínseca al pensamiento, que los vértices de las rectas, bisectrices, prependiculares u óvalos, no tienen fin, acaban los suyos en los míos, y los míos en los otros, sueños que sueños son.