Noviembre 1981, con mucho frío. En el bar de aquella estación de autobús al menos había una estufa. El sitio era deprimente, con botellas sucias en las estanterías y llaveros de la guardia civil en un circular. Tomé café con coñac con avaricia, entrar en calor era prioridad absoluta. Esperar el próximo bus, tres o cuatro horas recalcitrantes de tedio, supuse, y lectura. Porque, eso sí, en la mochila llevaba un poemario de Cummings. Pedí un garvey y anduve hasta una mesa. Al lado un pick up de la época, tan lleno de polvo como el mugriento local. Bien pensado la época era mugrienta. Los autobuses que hacían la línea norte olían a vómitos. Cuando subías te daban dos bolsas de plástico transparentes. En ellas había guardado, recordé, un trozo de sandwich con jamón y queso. Pero prefería esperar leyendo y bebiendo coñac. A mis espaldas, el dueño del local fregaba vasos con mala gana y un cigarro apestoso en la boca. Noviembre de 1981, en una estación de castilla la vieja, esperando un autobús que me llevaría a ningún sitio.

Entonces lo ví. Era mayor, envuelto en un abrigo, con la solapa tapando el cuello. Estaba en otra mesa, sentado sobre una silla roja, en la esquina del local. Bebía y anotaba algo en un cuaderno. Quizás porque no había nadie más, el hombre me miró de reojo. Lo saludé levantando levemente la copa. Al fin acabé junto a él. Hablando del frío me señaló el libro de Cummings. Poesía, dijo. Excelente. Pónganos usted dos ... Tendría ya sesenta años. ¿A donde viaja?. Voy a Madrid, vengo del norte. Yo al norte, vengo de Madrid, tenga cuidado, está lleno de lobos que aùllan por la noche y salen de caza. (Sonrió). Lo sé. Durante aquellas dos horas, la conversación giró en torno al sentido de la poesía en el hombre. Al hambre de ser y de estar. Al sexo virginal y puteril, a las alimañas que entonces y antes, decía, pueblan españa. Es mi autobús. Ya llega, creo. Una mole polvorosa y azul intentataba aparcar en el muelle exterior. Desde la luna de los cristales se veían rostos fatigados, rostros de paisanos que volvían o venían, personas anónimas en el camino..... Sabe, dijo, tenga. Y me dió un librito. Es para usted. "La sombra de tu luz" se titulaba. Es mío. Lo escribí con 23 años. El libro tenía una mancha de aceite en la portada. He de irme... ¿Como se llama usted?. Me llamo Jose María. Bebió otro trago. Fonollosa, ese es mi apellido, seguramente no lo volverá a oir nunca. Y me dió la mano. Un mano blanda, suave, fría como la noche de noviembre.

En el autobús con olor a vómito sonaba radio nacional de españa. Hablaba Calvo Sotelo. Abrí el librito de Fonollosa y leí gracias al duermevela del cabecero: "He venido a buscarte, Sé que están por el aire modelando la forma de tu ser tan incorrecto, naciendo para el símbolo, la rosa, para el mástil y proa entre la niebla, naciendo para mí, pero tú ignoras que yo te estoy creando con mis sienes en el cuerpo y alma que posees." La carretera gélida, casi con hielo, se abría con la luz del autobús. La noche de castilla extendía sus brazos negros.