Lo confieso, he asesinado a mi padre. Por alguna extraña razón la historia del crimen comenzó en 1872, en Wisconsin. Desde ese instante, (el hacha clavándose en el lado derecho de la cabeza del señor Wolth), hasta hoy, la caja de música pasó de mano en mano convirtiéndonos a todos sus poseedores en solidarios parricidas. Porque esta caja tallada en madera noble que ustedes ven encima del buró propiciò aquellos y los presentes arrebatos. Una preciosa y exquisita obra de artesanía que, según escribía Bierce, enmoraba a simple vista. No sòlo emite gran variedad de melodías, también silba como una codorniz, ladra como un perro, canta todas las mañanas como un gallo, incluso sin darle cuerda, y recita los diez mandamientos. El primer parricida, el hijo de Wolth, se descubrió como tal al oir el aria de Tanhauser. A mí mismo, frente a la sublime interpretación número 16 de la sonata de Mozart, no me ha temblado el brazo en modo alguno al descargar el filo plateado en el occipital de mi padre. Luego, tras descorrer las cortinas y entrar el sol por el ventanal, ha sonado un clic seguido de un quiquiriquí obtuso, intenso...

Me lo advirtió el anticuario: cuídese usted, señor, protéjase de la madera noble. Desde 1872, generaciones enteras de asesinos la han deseado. Lo cuento ahora, delante del ensangrentado cadáver paterno, oyendo una voz suave repetir: sexto mandamiento: no matarás.

(Basado y dedicado al gran Ambrose Bierce)