Tranquilas, susurra la más vieja, tranquilas y silencio. Un paso a cámara lenta, dos, las orejas en posición, el hocico filtrando los elementos del viento ténue: hojarasca, ocre de arcilla, gotas suaves húmedas, almizcle de piel. Piel apetitosa que esconde carne viva, hum, sabrosa al atardecer en el llano cálido.

Hace un gesto con la cabeza, el mohìn es una orden para que sus dos compañeras dividan el territorio. Se tumban estratégicamente, con el rabo abajo, rozando el suelo de hormigas. Ya lanza el ataque. Un ñu se vé sorprendido, joven, apenas un año, para su mala suerte, es el primer y último ataque que sufre. Porque desde la nada aparece otro felino y detrás del recorte que simula, zarpazo incluído, aparece otro. Es el fín, le han agarrado el lomo y muerde polvo. La más vieja ya se ata a la laringe. Un bocado certero, asfixiante, una mandíbula fuerte que estrángula al bóvido. El corazón ha dejado de latir y buscan sus partes blandas, vientre, testículos, las juntas de las patas. El cielo se inunda de sabores. Así posadas, las leonas, mastican su caza.

Entonces suena un gran rugido, enorme, gigante como el volcán del horizonte. Ha llegado el rey. Ellas se apartan protestando, reculan, se retrasan. El gran macho alfa se presenta en el comedor. Sin el mínimo esfuerzo deglute hasta aburrirse. Calladas, esperan los depojos antes de que las hienas aparezcan. Están cansadas por el trabajo. De las bocas, rojas y babosas, hilos de sangre cuelgan filamentosos.