A las trece, la una, el principio de soledad abarcable. Sesenta minutos justos para morir en un secuestro exprés colgado bocabajo de un gancho, después de haberte machacado los dedos a martillazos. Las técnicas de tortura son perversas y ofuscadas: el tipo controlaba un kilo de farlopa y cuarenta mil euros y fueron a por él.

Encerrado en un chamizo dejaron que se meara encima siete días y noches. Hay doce detenidos, dice la bofia, doce contando a un comerciante legal, autónomo, pyme, gente cotidiana que tiene cuatro vidas en cuanto dobla la esquina de la urbanización y del parque donde sus hijos juegan al columpio. Así son las cosas, mundo de chorizos cortado a rebanadas. Hay un item que cualquier observador aprecia: el lenguaje cinematográfico aplicado al crimen. Si usted ve que con una herramienta percutora puede agujerear los codos al contrario, si adivina la plasticidad del instante, lo aplica. Sin más. Roberto Saviano, autor de "Gomorra", lo explicaba en no recuerdo que entrevista. "Acostumbrados a la estética de Holywood disparan sin centrar el arma. Eso implica el doble de sufrimiento a la víctima, igual aciertan en el bajo vientre en vez del corazón, o en los muslos. Después hay que rematar la faena. La escena favorita es reventar la cabeza disparando a los occipitales. El estallido cerebral está garantizado". Se cumple de esa manera el retablo efectista, la dúplica de la imagen mitificada, el sacro icono.

A las trece, que son la una, los geos entran y liberan al secuestrado, pringado hasta arriba de ruinas humanas.