Imaginemos un instante que alguien no es quién dice ser. Platón, en cierto modo, intentó explicarlo. Internet, red atrapa mosquitos, es un terreno abonado para la falsificación de uno mismo, de hecho, más que un terreno es el terreno. En la vida real, dicen los periódicos, una mujer se hizo pasar durante años por médica de urgencias. Médica sin carrera y con nómina, afable, servicial, humanamente científica. La vida real tiene esas irrealidades. El Imsalud contrata médicos que no lo son, la benemérita directores que tampoco y los museos, por ejemplo, copistas que falsifican y que nada son.

Internet es el reino de la mentira, sin contratos, libre, la jungla virtual, el show de los Trumans que pueblan este mundo absurdo que no sabe donde vá. Yo mismo, lo confieso, no soy posiblemente quién digo ser. Me refugio en fotos que podrían no ser mías, en letras que seguramente he robado a otros, en un mundo ajustado, amarrado a lo que me interesa que los demás imaginen. Estoy convencido que a usted le pasa otro tanto: usted es quién desea ser, no necesariamente quién es, porque no le gusta, ni quiere, ni desea ser ese que por narices acaba delante del espejo señalándose.

Los avatares se usan como táctica de camuflaje: ante la soledad interior del rostro seco surge el símbolo, sol, que ilumina las ideas del otro. Definitivamente el mundo de las falsificaciones es paralelo al de los falsificadores. Cada cual se falsifica a sí mismo, se replica intentando ofrecerse amparado en el engaño. A ver: ni me llamo como digo, ni escribo lo que digo, soy simplemente un experimento que pertenece a un aula, donde unos señores intentan sacar notas para obtener éxito en sus tesis. Las tesis, claro está, son falsas.