He salteado una buena dosis de guisantes medianos con ajos picados, más que picados molidos. Sin jamón ni más grasa que aceite virgen de oliva. Y entretanto, esperando el fuego lento reconcialiador de los chícharos, bebo una cerveza y limpio medio kilo de boquerones.

Lo uno y lo otro, junto a la llama guisantil, hacen que mi mente ponga en marcha toda una mecánica creativa que gira en torno a los cadáveres de anchoa fresca. ¿Un boquerón tiene alma?. En caso de tenerla.. ¿resucitaría?, y siendo afirmativa la pregunta... ¿decapitado, sin espinas?. Corto con los dedos y habilidad su cabeza de mirada roja turbia, abro el abdomen limpiando las vísceras, (el pulmón de un boquerón es asunto igual de complejo que sus gustosas huevas), sabiendo que no tienen anasakis que valga. Son medianos, plateados, compactos. Su carne prieta se caramelizará en la sartén hirviente. Harina de trigo espolvoreada sobre anchoas abiertas, unidas por puro capricho, en un abanico por las colas firmes.

Mientras limpio tripas de pescado, huelo los guisantes, sorbo cerveza, sueño con ensueños. Ensueños de un hombre triste y maduro en ruina tècnica, perdido en abdómenes de peces pacíficos que subieron una noche atraídos por la luz y el hambre. Sueño con muslos de porcelana, con ojos cayendo desde arriba del armario, con cornetas derribando muros. A veces acabo sorprendiéndome porque sé que una historia entra en el saco de la compresión neuronal. Sólo que ya estaba enharinando a los peces muertos. De esta guisa, señores, paso a comer guisantes y media docena de boqueroncitos olorosos, frescos, con alma.