Es una tarde de isósceles y escalenos cubistas. Están atados a las figuras de Picasso, que se asoma detrás de una gorra cuadriculada de chulo borde. Pablo habla de trigonometría de la ausencia, de toros negros de muerte, alegorías y flores marchitas escondidas en un jarrón angular. Senos y cosenos.

La imagen azul, una chica con el pelo recogido y un sólo ojo de cíclope ovalado, tuerta, con la boca retorcida en tres grados diferentes señalando al espectador. Es un cuadro imposible, notorio, de los que te acusan cuando lo miras y lo dejas y te vas pasillo abajo y antes de doblar la curva lo vuelves a mirar con el rabillo del ojo rojo. Entonces descubres que te sigue apuntando con el dedo de goma de borrar, rectangular, telescópico. En la calle, fuera de la galería, los bares bullen momentáneamente, las figuras saltan de los óleos directos al calamar a la romana, curva indistinta rebozada de huevo y pan rallado. Un camarero agrio lee a Mayakovski mientras pide doble ración de rusa de la rusia, amarilla mahonesa, cálculo preciso de cián y rosa.

Los personajes de Picasso se pierden entre el bullicio de la tarde isósceles, cantando bajo la lluvia de vino, de paraguas agujereados y de fulanas que fuman yerba y bailan can-can. Aprovecho el desconcierto parando un taxi para desaparecer tranquilamente de la escena. Es lo más adecuado.