Sin saber como estuve atrapado en aquella novela negra durante mucho tiempo. Perdonen, sí sé como. Un detective con gabardina gris y sombrero tiró de mí hacia adentro. Caí de bruces contra el suelo áspero de una calle cualquiera inventada por un autor cuya única relación conmigo había sido de un capítulo. El detective fumaba pitillos malolientes y se empeñaba en que debía de ayudarle en la búsqueda de Arles, otro personaje oscuro que tintinea con apariciones esporádicas en las líneas del relato. Ya ven, ocurrió tal y como lo cuento. Para colmo algunos transeuntes actuaban cual delatores. Al menos durante dos capítulos estuve huyendo sin causa conocida. Disparos, puñetazos, gritos, hasta flechas disparadas con modernos arcos olímpicos. Un día llegué al mar. El autor se había empeñado en usar el mar como metáfora inmortal de libertad, de futuro agradable. Yo le explicaba que no es oro todo lo que reluce y que hasta en las profundides severas de los oceanos, la contaminación de una compresa o una bolsa desmerece cualquier alegoría. Pero ni caso, acabé enfrente del mar. Me liaron con una chica aceptable, todo sea dicho. En una sucesión aceptable de fuentes y frases pude asegurarme un final óptimo. Un poco mareado, una tarde calurosa me empujaron hasta el final. La novela tiene título, claro. Prefiero no desvelarlo, aunque el autor, Hammet, es harto conocido.