Desplazado en esta urna, pecera de cristal, sentado en este banco, esposado de piés y manos, estúpidos. ¿Creen que así me humillan?. ¿Creéis, queridos estudiantes, que mirando desde fuera de la pecera estais protegidos?. Está bien. Te contestaba, amigo. Y lo hacía imaginando un corte en el lóbulo parietal de tu cerebro. O a tí, chica rubia. No me hubiese importado haber probado un pedacito de tu hígado con cebollas violetas mientras sonaba un aria incontestable de Callas. He notado la inquietud de la postadolescencia en las poses nerviosas del aula, en los gestos repetitivos como tics cada vez que yo, conscientemente, retorcía la mirada y enseñaba un poco los dientes. Estos dientes han masticado más de diez cuerpos, queridos... En la derecha, trémula y silenciosa como un búho que controla la campiña desde su rama, Jodie Foster dirigía ceremoniosa su clase ipso facto. Temía que, a pesar de las cadenas, rompiese el cristal de la pecera provocando un colapso terrible, un pánico tremebundo. Aunque Jodie sabe muy bien que jamás le haría daño, que no rozaría su espalda, ni sus medias negras, ni su cara de alfajor navideño. Jodie sabe que sus secretos y los míos se unen irredentamente en el subconsciente de la nada: ella es alfa y yo omega. Es necesario que existamos para que todos estos espectadores disfruten del pánico. Ahora, devuelto definitivamente a mi celda prisión, con el aroma cálido del alumnado en mis palabras, siento un reflujo que sube hasta la glotis. Jodie ha acabado abrièndome el apetito.