En un aeropuerto yanqui han interceptado un cargamento con 60 cabezas humanas. 60 cabezas sin tronco ni extremidades, dispuestas para un quirófano de lujo o un taxidermista extravagante. Uno se pregunta como han ido a parar las testas delante de un funcionario de aduanas de, por ejemplo, Arkansas, que es una ciudad en la que nunca estaré, pero que queda estupenda como referencia de lejanía. Lo que parece claro es que las cabezas empaquetadas, cabezas exprés debidamente pasadas por tarifas de correos, pertenecieron en un momento a otros 60 cuerpos. También ignoro si los cuerpos pertenecían a sus testuces, o si, como el caso del Yak 42, cuello abajo iban por aquí y las cabezas por allá.

Me intriga el ritual de la decapitación. Todos sabemos que los cuerpos son materia pura y que la cuestión ésta de las almas fue un invento de algunos para vivir precisamente del invento, que para eso, valga la obviedad redundatoria, son los inventos. Las molondras ausentes como punto de referencia dan para mucho: escritores mediocres, cual el que esto escribe, darían la suya propia por un tema diario tan recurrente como el paso por aduanas de decapitados. Aunque por aduanas intentan pasar a veces cuerpos completos, incluso vivos, emigrantes y otras subespecies, que, evidentemente, resultan muertos por otras cholas vacías dentro de uniformados sin alma. Cabezas solas, abandonadas a su destino putrefacto. O a la sala de anatomía. Tanto esfuerzo cerebral, tanta cultura, tanto sentir la vida como única e irreparable, para acabar con el cerebro cortado en lonchas de salchichón de Vich, que dicen que es un gran salchichón. El caso de las testeras empaquetadas traerá cola. O no. Porque eso es habitual en Chechenia, México, Colombia, Yemen o el propio EEUU, donde dicen, existe un descabezado por cada cien metros cuadrados, cosa que como todos ustedes saben, no pasa en nuestro país, ilustre patria de insignes cabezas. O cabezudos.