El día que el tesorero Bárcenas plantaba una pica en el Flandes personal de Rajoy, un urólogo metía por mi polla, (perdonen lo explícito, debería de decir uretra), un catéter equipado con cámara subacuática. Media hora antes, otro equipo de púberes se ponían guantes de plástico, y manipulaban una cosa pequeña, gruesa e ingrávida que me atrevería a reconocer porque inevitablemente estaba unida a mí. Recordé instantáneamente a Moravia y "Lo mío y yo", y me acordé de Sigfredi y su churro media -manga- mangotero, algo que, sin excusa, no tenía nada que ver. El caso es que el doctor especialista incursionó en la vejiga cual capitán Nemo. Me hizo daño el cabrón, porque ahorraron la epidural o lo que fuera, una anestesia que ponen a otros que no sea yo. Diez minutos, trece de reloj, donde imaginaba a Camús y "La Peste", cavilando con sinceridad delante de los doctores: "¿Qué es un emperador sino un cúmulo de humores y vapores ponzoñosos delante de un doctor?". Pero es inútil explicar nada a estos tontos que manipulan el nabo tranquilamente. Le dan pomada anestésica y les pregunto si saben que tienen entre las manos. Bien pensado no he tenido tiempo a nada. Me duele la uretra cuando orino sangre. El especialista con gesto anacrónico ha dicho que enviará líquidos a cultivar. Cultivos de líquidos con líquenes y escarolas, digo yo, lechugas de mediodía. Salgo jodido con la manipulación, duele el glande y todo el canal que se adentra hacia un infinito que no practico. El urólogo tenía cara de acelga y me ha tratado con la prontitud que, imagino, tratará a otros pacientes. Y aquí estoy, con la polla en reposo. Espero que no eterno. Por cierto. Bárcenas amenaza desde la cárcel a todos los especialistas. En corrupciones, decía.