De buena mañana pido un kilo de boquerones grandes, con buena pinta. Me dice el pescadero: no contienen becquerelios. Un maldita sea se apodera de mí, becquerelios, seguro que otro parásito de nueva hornada nos invade. Le contesto, joder, lo del Anisakis parecía controlado. (Anisakis, precioso nombre para un devorador de abdómenes). Sonríe el hombre mientras abre en canal una merluza para una clienta con cara de pargo. No, hombre, no, los becquerelios son isótopos radioactivos, componentes del detritus nuclear arrojado al mar. Es evidente que el pescadero sabe lo que dice. Ha tenido que bregar con chapapotes, petróleos aceitosos, pienso adulterado pisciforme, invasores con venenos o parásitos repelentes. Ahora ha de controlar becquerelios. Estos boquerones son de bahía de Santa Pola, pocos isótopos pueden tener, pero por si las cosas, ya han pasado control sanitario determinado. Con los boquerones en la mano imagino que entre bequerianos y bequerelios hay una diferencia abismal. En prosa y verso. Honda como el alma maldita de las golondrinas radioactivas que volverán a tu balcón los nidos a plantar. Despido a mi amigo, que sigue esta vez envolviendo hueva de caballa roja en un papel de estraza inmaculado. Me tranquiliza otro informado cliente que camina casualmente por el mercado: no se preocupe usted, la cantidad de yodo es insignificante en estos lares, aunque según cuentan, todo el asunto radioactivo puede tener incidencia en la cadena trófica. Joder, digo. Un poco antes de llegar a casa me paro en la ferretería de Juanito, colega de toda la vida. Juanito, por favor, véndeme un contador Geiger. Antes de ticarlo en caja mira con cara cómplice. Oye... ¿has comprado boquerones?. Y, claro está, digo que sí irremediablemente. De Santa Pola.