(Foto de Antonio Narváez Dupuy)

El pasado sábado invité a un amigo a un concierto de Cabaret y Chanson Française en el teatro de Salt, Girona.

Se trataba de la presentación de un nuevo espectáculo, titulado Décalage, que curiosamente tenía lugar en ese ambivalente y pequeño teatro gerundense, a medio decorar y con posibilidad de aforos varios. En esta ocasión adaptado para dar cabida a unas cuatrocientas personas. Nos sentamos en la última fila. Desde allí teniamos una envidable vista del escenario.

Me había costado conseguir las entradas por una deficiente comunicación con el personal de la sala, pero a pesar del cansancio acumulado a lo largo de la semana y de haber conducido desde Barcelona concentrada en mi GPS (cada vez detesto más conducir de noche), estaba pletórica. Al sentarme en la butaca y ver subir el telón, experimenté una inexplicable dósis de emoción. Lo del telón es metafórico, puesto que allí no había telón alguno. Sólo un piano de cola maravilloso en escena iluminado por una ténue luz blanca.

Se vislumbró nivelazo y calidad musical a raudales desde el primer acorde. Los músicos, el barcelonés Alfonso Vilallonga y la quebequesa Fabiola Toupin, acompañados por Pau Figueres a la guitarra y el propio sobrino de Vilallonga al piano, interpretaron canciones de Piaf, Brel ó Aznavour. Versiones, brillantemente arregladas, que nos transportaron al Olimpia de París de los años setenta.

Como os decía, estaba emocionada con tan extraordinaria propuesta, además de que adoro la canción francesa desde que muy jovencita decubriera a Jacques Brel. Sin embargo, me sorprendió ver que, sentado a mi derecha, mi amigo no mostraba ni un ápice de entusiamo. Ni siquiera aplaudía. Al observar que se sucedían las canciones y persistía en esa actitud, le pregunté si es que no le gustaba el show, a lo que respondió que prefería no aplaudir. Vamos, que no le gustaba aplaudir, que éso era lo que hacía todo el mundo y que se resistía a hacerlo, que como mucho, si le gustaba el conjunto, aplaudiría un poco al final.

Me pareció que aquel comportamiento destilaba una mezcla de emociones dudosas a las que no quise ponerles nombre en ese momento, y me fastidió enormemente estar sentada al lado de alguien que se negaba a interactuar con aquellos artistas que se estaban dejando la piel sobre el escenario. Aquella postura comodona y distante era más propia de la Ópera Berlinesa que de un Cabaret francés. Y decepcionada, me limité a decir que no aplaudir me parecía una mala costumbre. "A ver si resultaba que mi amigo era uno de esos personajes a los que tanto tememos los artistas cuando nos encontramos sobre las tablas del escenario. Uno de esos tipos que te miran por encima del hombro y, perdonen mi atrevimiento, que parece que llevan un palo clavado en el culo". No lo es, aunque por un momento indefinido, tuve mis dudas.

En resumidas cuentas, aplaudir es aprobar ó apoyar algo, ó a alguien. Es una manera sonora de expresar aceptación y disfrute. Los sordos aplauden alzando las manos. Así el artista recibe el aplauso a través de la vista. La duración de un aplauso es lo que determina lo mucho que te ha gustado el show en cuestión.

Partimos de la base de que el aplauso sirve para comunicarse con el artista y decirle algo así como: –Sigue que vas por buen camino! Con el aplauso confirmas que le correspondes, que le "aceptas" y le "quieres" (emocionalmente hablando). Al menos éso es lo que todo ser humano necesita; ser visto, aceptado y querido. Desde ese punto de vista, el aplauso es sólo cuestionable en caso de que lo que estés viendo no sea de tu agrado.

Cuando se trata de conciertos de música clásica u ópera, los parámetros son algo distintos, puesto que se requiere de más precisión, y por tanto de silencio. Silencio para afinar las voces e instrumentos que están a pelo, sin a penas amplificación externa. Si el público interactuara demasiado ó de forma excesivamente efusiva, la falta de escucha podría perjudicar seriamente al cantante ó instrumentista, y llevarle al fracaso más absoluto puesto que lo deseable en el clásico es que la emoción quede al servicio de la perfección. Por ello se espera que el público se controle, aplauda al final de cada acto, y evite así que se corte el ritmo de la historia que se está contando.

Sin embargo en el caso del Cabaret, cuanto más interactúe el público, más se eleva la energía general del show. Y ese intercambio de fuerzas se traducirá en un mayor disfrute mútuo. Así que, si el público tiene ganas de cantar, de dar palmas ó vitorear, sin duda alguna, el mejor contexto para ello es estar inmerso en un espectáculo de Cabaret.

Personalmente creo que el público catalán tiene mucho que aprender del público español, mucho más generoso, ó de públicos más efusivos como el público mexicano que se entrega y vive con pasión cada concierto. Y lo digo por experiencia propia. No es de extrañar que muchos de nuestros artistas estén ahora pisando suelos latinos.

Al acabar el show que recomiendo encarecidamente y que a mi parecer fue espectacular, mi amigo me pidió que fuéramos a tomar algo y le dije que prefería irme a casa. Días más tarde se quejó de lo fría y distante que me encontraba. Desgraciadamente, como humanos que somos, nos contagiamos los unos a los otros. La frialdad llama a la frialdad, el egoismo, al egoismo, y la solidaridad, cuando llama, llama a la solidaridad. Ojalá llamara más a menudo. Todos deberíamos apoyar el arte y a los artistas. No hacerlo me parece una falta de solidaridad para un sector que ha quedado dinamitado por la maldita crisis, aun más deprimido de lo que ya estaba. Un mundo sin música es un mundo sin sueños.