Hasta los camellos llevaban sus mascarillas. Melchor, como patriarca de la expedición, se presentó frente al sargento de la municipalidad pretoriana que, brazo en alto, les había cortado el paso.

A ver, abuelo —le soltó el municipal mientras le disparaba en su frente la pistola térmica: 36,2º—. ¡El PCR! ¡El zuyo y el de toda ezta peña!—el sargento destapó un deje andalú muy típico de aquellas tierras de Judea.

El monarca de Oriente fue hasta las alforjas de Traaamp, como llamaba a su camello (es que era pero que muy tonto), y sacó un buen fajo de documentos que entregó inmediatamente. El pretoriano los contó por encima.

¡Aquí hay máz de cien!

Algunos más, señor.

¿Allegaos?

¡Allegadísimos!

El municipalis lo miró con cara de pocos amigos. Estaba cayendo la noche, hacía un frío que pelaba y solo pensar que tenía que tomar la temperatura a una familia tan numerosa le hacía tiritar aún más.

¿Adónde van uztede?

A Belén. A ver al Mesías, que acaba de nacer.

¡Ya no saben que inventarse pa’saltarse el toque’ queda! ¡Y, además, Belén está confinao! —argumentó el pretoriano con una sonrisa—. Asín que a darze la vuelta. ¡El confinamiento perimetrá ez er confinamiento perimetrá y no hay tu tía!.

Melchor no se lo pensó dos veces. Chasqueó los dedos e inmediatamente tres pajes ofrecieron al sargento sendos pequeños cofres.

¿Y esto qué es? ¿Un zoborno?

No. Tres… —rectificó el monarca—. Tres… regalos. Eran para el Niño, pero ya que no se los vamos a poder entregar, preferimos que se los quede usted. Este es de oro, este de incienso y este de mirra...

Me quedaré el de oro y el de incienzo, y les devuelvo el de mirra, que ni me zuena pa’ que zirve…

El sargento devolvió a Melchor el tercer cofre, que lo recibió como un alivio; después el pretoriano miró por primera vez con ojos de persona a aquel séquito. Era gente buena, cansada y a punto de congelación.

¡Eztá bien! —cedió por fin— pazen, pero ¡rezpetando la distancia zocial! ¡Y que vea laz mazcarillaz por encima de la nariz!

Y así fue cómo los Tres Reyes Magos y sus allegados consiguieron llegar a Belén.

Aunque el pesebre estaba como siempre, con su mula y su vaca y la humilde lumbre que les calentaba, este año había cambios bastante visibles.

San José no estaba junto al Niño. Había dado positivo y, como perfil de riesgo, permanecía en cuarentena en el establo de al lado.

La virgen María mecía entre sus brazos al bebé celestial, embadurnado en gel desinfectante, mientras le susurraba una nana que repetía hasta la saciedad «resistiréeee». Los dos llevaban mascarilla y, a pesar de todo, sus pupilas sonreían felices, especialmente las del pequeño cuando vio llegar a Sus Majestades.

Baltasar se acercó hasta un metro y medio y depositó en el suelo el cofre que el sargento les había devuelto.

Este año solo hay mirra, pero vale más que el oro y trae sorpresa —anunció.

La Virgen María recogió el presente y sonrió al leer el nombre que aparecía sobre su reluciente cubierta.

Ponía: PFIZER.

La vaca mugió contenta. Sabía que en aquel cofre traía algo familiar.

Y fue entonces cuando la mirada del niño Jesús regaló al mundo su mejor sonrisa divina.

Felices fiestas y que la sonrisa sea siempre nuestra primera vacuna.