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Las cicatrices de ETA

La banda terrorista que atentó durante 30 años en la provincia, en especial contra objetivos turísticos, ha anunciado que entregará las armas esta semana

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Alicante, una zona de convivencia, multiculturalidad, símbolo de progreso durante muchas décadas, un lugar cálido y de confianza para políticos y ciudadanos, ha sido utilizada como un muñeco vudú por los terroristas de ETA durante la democracia para intentar inocular miedo y dolor a todo el Estado. La banda, que anunció hace tres semanas su desarme definitivo, ha concentrado la mayoría de los asesinatos, secuestros y extorsiones que ha perpetrado en sus casi 50 años de existencia en el País Vasco, las regiones del norte y en grandes ciudades como Madrid y Barcelona. Sin embargo, casi desde sus inicios y con especial intensidad entre 1990 y 2005, varios de sus comandos han utilizado la provincia de Alicante para atacar al turismo como sector estratégico y a las familias de la Guardia Civil como blancos fáciles. Con la expectativa de que la Historia pueda marcar el 8 de abril como la fecha en que ETA se deshizo en polvo, recordamos los agujeros que los asesinos de la banda han dejado en una de las provincias más alejadas de sus intereses y a la vez, más castigada por sus acciones. Estas son las cicatrices que ha dejado ETA en Alicante.

El absurdo de Mutxamel

La historia de ETA en Alicante comienza en el año 1979. Los terroristas habían decidido recrudecer sus ataques a pesar de la llegada de la democracia, y ampliar su radio de acción hasta las costas. Amenazar el ya boyante negocio del turismo internacional servía a la vez para atenazar al Estado y para ganar presencia en los medios extranjeros. El 28 de junio, INFORMACIÓN recibía una llamada del diario donostiarra Egin dando el aviso de las que se consideran las primeras bombas que la banda «ETA-PM» (ETA Político Militar) había colocado en la provincia. Fueron dos artefactos menores que estallaron en los hoteles Goleta y Cimbal que lograron su objetivo: crear psicosis al inicio de la campaña en Benidorm.

Durante los 80, los etarras plagaron la costa de artefactos. Lo hicieron con especial intensidad en 1985: entre mayo y agosto salpicaron playas, dársenas y hoteles con bombas de pequeña potencia en Alicante, Benidorm, Sant Joan, Orihuela, Altea y Xàbia que no causaron víctimas, según una cronología de la agencia EFE.

Poco después llegarían las que se consideran las mayores atrocidades de la historia del terrorismo vasco: la matanza del Hipercor de Barcelona en 1987, con 21 muertos y 45 heridos, y el atentado contra la casa cuartel de Vic en 1991, en el que murieron 10 personas, en su mayoría mujeres e hijos de guardias civiles.

Una masacre que el comando Ekaitz intentaría trasladar a un pueblo de interior de una provincia ya acostumbrada a lidiar con infinidad de avisos de bomba que, a veces, llevaban a estallidos en zonas de playa. Mutxamel, con 10.000 habitantes y un cuartel menor, recibiría un zarpazo inexplicable aún dentro de la retorcida lógica del terror.

La mañana del 16 de septiembre de 1991, los encapuchados lanzaban un coche con 50 kilos de explosivos y el volante fijo por la calle Francisco Martínez Orts del municipio hacia las viviendas de los militares. El sistema que eligieron, la activación mecánica de un detonador que haría estallar la carga, falló, elevando el logro de los terroristas a un nivel superior de absurdo: en lugar de impactar contra su objetivo, siguió calle abajo hasta chocar contra una sucursal del Banco de Valencia. La proximidad de las fiestas de Sant Joan y la lejanía de la causa etarra llevaron a los agentes de la Policía Local a pensar que el coche abandonado sobre la acera del banco era de un borracho. Fue remolcado hasta el descampado del depósito municipal de vehículos, ubicado a unos 200 metros.

Al ser descolgado de la grúa, el mecanismo se accionó, matando en el acto a los dos policías locales, José Luis Jiménez Vargas y Víctor Puertas Viera, y al gruísta -y ex guardia civil- Francisco Cebrián. Otras 30 personas fueron heridas por la onda expansiva -las heridas fueron causadas sobre todo por cristales y roturas en viviendas y negocios cercanos-, cuatro de ellas de gravedad.

El tiempo se detuvo para quienes estaban en ese descampado. Y para quienes les esperaban en casa.

«Yo era una mujer joven, tenía cuatro hijos, estaba empezando a vivir. Y me lo arrebataron todo. Es algo que no se te olvida, por más noches que pasen». Emilia Egea, viuda de Francisco Cebrián, lo recuerda por teléfono. Lo hace sin ganas y por obligación, porque cree que «es importante que se recuerde lo que pasó». Las palabras que encuentra para explicarse son muy parecidas a las que se oyen de boca de las centenares de viudas, huérfanos y familiares del terrorismo: «Tenían que haber entregado las armas y haberse disuelto hace ya mucho tiempo», «espero que nadie tenga que pasar por lo que hemos pasado nosotros».

Para Mutxamel, el monstruo que desgarró su tranquila historia tiene los rasgos de Idoia López de Riaño, «La Tigresa», cabecilla junto con Joseba Urrusolo Sistiaga del comando itinerante Ekaitz. Lo cierto es que, aunque a ambos se les atribuyó de manera genérica el atentado y fueron condenados por él, aún no se sabe a ciencia cierta quién lanzó el vehículo. Sí les fue atribuida parte de la responsabilidad de la matanza a Gonzalo Rodríguez Cordero y José Gabriel Zabala Erasun, entonces miembros del grupo de «robacoches» de la banda, por entregar el vehículo bomba al grupo Ekaitz y a su cooperador logístico, Fernando Díez Torres.

Todos ellos, salvo López de Riaño, están ya en libertad. «La Tigresa» tiene permiso para hacer varias salidas al año de la cárcel de Nanclares de Oca, en Álava.

El atentado rompía con los sustos y daba paso a la muerte. Eran los primeros 90, los «años de plomo» de ETA en la Comunidad, en los que murieron seis de las nueve víctimas mortales que ha dejado en el territorio durante su historia.

Santa Pola, otra cobardía

Un año después de la masacre de Mutxamel, una unidad de élite de la policía francesa detenía a la cúpula de la banda cerca de Biarritz. Era el principio de una larga agonía de 20 años en la que ETA iría perdiendo lentamente apoyo social, financiación, capacidad operativa y preparación en sus comandos. Sus atentados, que irían cada vez más dirigidos a objetivos civiles y militares fáciles y desprotegidos, ayudaron a que los encapuchados pasaran de ser héroes a ser simples cobardes a ojos de muchos de sus paisanos.

Hasta entonces, Alicante había probado ser un lugar representativo y a la vez cómodo para operar. Durante los primeros 90 varios comandos como Ekaitz, Levante o grupos de «legales» -miembros de la banda sin ficha policial- como el que habitó un piso franco en Benidorm, habían utilizado la zona como pivote operativo y para recoger información.

En junio de 1994, la policía halló pruebas de que los hasta entonces «legales» Ainhoa Múgica Goñi y Juan Antonio Olarra Guridi habían reunido gran cantidad de información de políticos, mandos policiales y periodistas en un apartamento de la calle Santa Faz de Benidorm, a escasos metros de la zona del casco viejo donde muchos empresarios vascos tienen negocios de restauración.

«Alicante ha sido un lugar de refugio muy frecuentado, y recomendado, para gente que abandonaba el País Vasco por el terrorismo», recuerda el delegado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) en la Comunidad, Miguel Ángel Alambiaga. Señala que una docena de víctimas directas de asesinatos cometidos en el norte viven refugiadas en la provincia. Al mismo tiempo, los terroristas de ETA han aprovechado esta heterogénea comunidad procedente de Euskadi para encontrar apoyo y cobertura.

En el año 2000, la dirección de la banda rompe la tregua que había iniciado en 1998 para intentar buscar diálogo con las fuerzas políticas. Renovará su fijación con objetivos turísticos: la cúpula destina dos comandos a atacar la costa mediterránea, uno centrado en Cataluña y otro en la Comunidad Valenciana.

Sin embargo, el declive de los comandos, formados por etarras inexpertos, quedaría patente un año después en otro municipio costero de la provincia. En julio de 2001, en plena preparación de la campaña de atentados de verano, Olalla Castresana se mató al explotarle en las manos diez kilos de dinamita que manipulaba en un piso de una urbanización de apartamentos turísticos en Torrevieja. Su error no se llevó por delante ninguna otra vida.

Poco antes de los meses estivales, en mayo de 2002, la detención de varios terroristas en Francia permitió conocer, según información recopilada por la AVT, que la dirección había ordenado planificar un ataque en Terra Mítica, que se encontraba muy avanzado. El ataque se previno a tiempo.

Pero no hubo ni pistas ni previo aviso aquella tarde del 4 de agosto de 2002 en Santa Pola: un coche bomba apostado en una de las calles laterales de la muy céntrica casa cuartel del municipio estallaba con 100 kilos de dinamita y metralla tras ser activado por control remoto. El objetivo era masacrar a las familias de los guardias civiles y a un importante número de peatones a una hora de mucho tránsito en una de las calles que da a la plaza de la Diputación.

A esa hora, Silvia Martínez Santiago, una niña de seis años, jugaba con su madre y su primo en una de las habitaciones que daba a la calle Pintor Sorolla de la vivienda del Instituto Armado. En ese mismo momento, Cecilio Gallego, un jubilado torrevejense de 57 años, esperaba al autobús en una parada cercana. El azar quiso que la deflagración, concebida para hacer mucho más daño, no segara más vidas.

La bomba derrumbó parte del muro de la casa, causando heridas letales a la niña, mientras que despidió varios metros a la segunda víctima mortal de aquel día. Cuatro heridos graves y 56 leves completaron el cómputo de daños humanos de la última matanza consumada de ETA en Alicante.

Santa Pola sí sabe quién la desangró. Andoni Otegi Eraso y Óscar Celarain, miembros de grupo itinerante Argala, heredero de las rutas y las formas de Ekaitz, pulsaron el botón. «Poco pasó para ser un lugar tan concurrido», comentaron durante el juicio, en 2012, en el que la Audiencia Nacional condenó a 853 años de cárcel a cada uno por este atentado.

Han pasado 15 años de aquella tarde, pero la familia de Cecilio Gallego lo tiene muy presente. «Cada día, lo recuerdas cada día. Cuando llega la fecha te acuerdas también de Silvia, de sus padres. Sólo fueron dos personas que se vieron allí en medio», cuenta por teléfono Alberto, uno de los hijos de la víctima.

Toñi Santiago, madre de Silvia, atiende el teléfono pero declina hacer declaraciones. Habitualmente mediática y radical en su rechazo a la negociación con ETA y al disfrute de beneficios penitenciarios por parte de los presos, prefiere no posicionarse sobre el desarme.

No sólo ella. El resto de familiares de los asesinados por ETA en Alicante asociados a la AVT tampoco quieren hablar. «La supresión de la doctrina Parot por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2006 hizo mucho daño a las víctimas», admite el delegado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. La idea de que la persona que les arrancó a un ser querido para siempre vaya a pagar lo mínimo por su crimen y salir libre y redimida para la justicia, es simplemente insoportable.

Los últimos hoteles

ETA daba sus últimos coletazos en la provincia, pero se despidió sin variar un ápice lo que empezó haciendo en ella. No en vano, fue una segunda generación de ETA, Jon Joseba Troitiño, de 23 años, quien colocó las últimas bombas graves en Alicante. Ocho heridos en el edificio anexo al Hotel Bahía de Alicante, que no fueron desalojados tras el aviso de bomba, y cinco en el Hotel Nadal de Benidorm, fueron el resultado de la primera oleada de ataques veraniegos de la banda del 22 de julio de 2003. El terrorista fue condenado a 268 años de cárcel en 2011.

Durante dos años más, ETA repetirá su esquema tradicional hasta su derrota oficiosa en 2011: un artefacto menor en La Explanada alicantina y nueve heridos leves en la bomba del Hotel Port Dénia de 2005. El ataque contra una residencia del BBVA en La Vila es su último registro violento en la zona.

ETA ha anunciado que se desarma, pero las víctimas no descansan aún. «Quedan más de 300 atentados por aclarar. Y me temo que van a intentar chantajear al Gobierno con la entrega. Que digan donde están todas las armas, que se disuelvan y que se arrepientan de la única forma creíble, colaborando para resolver todos los atentados que quedan por esclarecer», afirma el delegado de la AVT.

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