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Esperando a Godot

El universo de las dos lunas

He releído mis últimos artículos y, aparte de encontrar algún aspecto que debería haber cuidado más, me he dado cuenta de que estoy virando mi estilo, haciéndolo más personal, más intimista, si me permiten la cursilada. Quizás el motivo es que hace más de cuatro años y medio que me dirijo a ustedes, casi todas las semanas, y el hecho de que les ponga cara a muchos, bien porque ya los conocía y me han dicho que me leen, bien porque hemos coincido en algún ámbito, ya sea profesional o personal y han hecho lo propio, animándome a continuar, en la mayoría de los casos, me ha llevado a dirigirme a un público más próximo, más tangible.

Por eso, a las últimas confidencias que les he venido refiriendo, voy a añadir una más: estoy pensando dar el salto a la narrativa, con mi primera novela. De hecho, ya tengo perfilados los personajes, la época y el arquitrabe de la trama. Les voy a adelantar unas pinceladas y el principio del primer capítulo, pues, como fieles lectores que son, creo que están en su derecho de tenerlo en primicia.

La novela se desarrolla en una localidad del levante español (me encanta lo de levante español, en la medida que fastidia a otros, pero es una referencia geográfica comúnmente aceptada). Transcurre el año 2025 y estamos en la segunda legislatura de Pedro Sánchez quien, tras haber anunciado por séptima vez la victoria sobre el virus y el comienzo de una inexorable recuperación económica con tan solo un 25% de paro, gobierna con una amplia mayoría parlamentaria que al fin le permitirá, entre otras cosas, convocar el referéndum de autodeterminación de Cataluña (se trata, como ven, de la típica novela distópica).

En el primer capítulo conocemos a los protagonistas. Un hombre y una mujer. Sus nombres aún no se nos han desvelado, pero lo podemos ver a él en el piano bar de un elegante hotel, sorbiendo una copa, quizás un daiquiri. Lo hace con fruición, pasando con parsimonia los cubitos de hielo por sus labios. Fuera hace calor, pero aquí el aire acondicionado distribuye unos perfectos veintidós grados por la estancia. Quizás es un tic nervioso. De hecho, mira su reloj compulsivamente cada poco. Espera a alguien, sin duda. Mientras el pianista pulsa quedamente las teclas de un piano de cola, llevando la melodía de Arrivederci Roma a los confines de la sala, aparece una mujer, con un llamativo vestido negro ceñido a su cuerpo, que se dirige a su mesa con paso firme, se sienta a su lado y lo escruta en silencio, con una mirada entre tímida y pícara. El camarero acude solícito y ella pide un Dry Martini. La charla parece amena, se intercambian risas cómplices y miradas lascivas. Se palpa cierta tensión sexual no resuelta en el ambiente. En un momento dado, ella se levanta, le da a él un largo beso en una mejilla, le desliza un papel sobre la mesa y sale, sin volver la vista, consciente de que él calibra su cuerpo en la distancia. El hombre deshace la doblez de la hoja para descubrir su contenido: un número de habitación y un beso marcado con carmín. Nuestro apuesto protagonista apura su bebida, se atusa el pelo y se dirige a la puerta, donde toma un taxi. Ya en el interior, una vez indicada la dirección de su domicilio al conductor, se lamenta de su error: tras la aprobación de la última modificación de la «ley de sólo sí es sí» de la ministra Montero, tenía que haber pedido a la chica un consentimiento expreso, por escrito y refrendado por el funcionario competente. Haber tocado la puerta de aquella habitación sin tenerlo podría haberle acarreado graves consecuencias. Ella podía haber sido una especie de policía del pensamiento y haber ordenado su detención en el acto. En fin, pensó, mejor vuelvo a casa, ducha fría y a la cama… Son los tiempos que nos ha tocado vivir, reflexionó, como para infundirse unos ánimos que ni tenía, ni buscaba, ni esperaba encontrar. Al menos esa noche.

Perdonen la boutade. Lo cierto es que una novela con la trama que les he presentado no creo que tuviera más lectores que mi familia y cuatro amigos (y estos por compromiso). De modo que, para compensarles, me gustaría hablarles de una novela, una gran novela de verdad, ésta sí, que me ha venido a la mente tras comprobar como, semana tras semana, el Consejo de Ministros se dedica a filosofar, en vez de a gobernar. Se trata de 1Q84, de Haruki Murakami. La novela se desarrolla en el Tokio de 1984, pero el título ya hace referencia a un mundo paralelo, en cierto modo orwelliano: la letra «q» y el número “9”, en japonés se pronuncian igual; Murakami utiliza esa coincidencia para adentrarnos en ese universo alternativo, en el que brillan dos lunas y las cosas no son exactamente igual a lo que estamos acostumbrados en nuestra dimensión (de ahí el símil que intentaba establecer con el «mundo paralelo» en el que viven muchos políticos).

Los capítulos de la obra se nos presentan, de forma alternativa, desde las perspectivas de los dos protagonistas: Aomame y Tengo. Ambos se conocieron en la escuela primaria y no se han visto en los últimos veinte años, lo que no ha impedido que desarrollen un amor recíproco. Sus vidas, que al final han de converger de alguna forma, transcurren de forma tan paralela como los universos de 1984 y 1Q84. Tengo es un profesor de matemáticas y escritor de veintinueve años; la vida de la treintañera Aomame es algo menos convencional. Su trabajo como instructora de gimnasia es sólo una tapadera que esconde su verdadera profesión de asesina, especialmente de hombres que han cometido algún abuso a mujeres, o que ella considera susceptibles de hacerlo.

En definitiva, una novela muy interesante, magistral en mi opinión, y especialmente recomendable para la época estival, dada su longitud (mi edición son dos tomos de 936 y 523 páginas, respectivamente). Con buena literatura como ésta quizás nos olvidemos de algunos de los problemas que nos acechan y de todas las estulticias que intentan inculcarnos.

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