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Tribuna

Un centenario para el recuerdo

Un centenario para el recuerdoINFORMACIÓN

Cuando parece que el pico de la epidemia de gripe del presente año, agravada en esta ocasión por las infecciones respiratorias, y el covid, ha tocado techo, se cumple hoy el centenario del nacimiento de quien durante una época y para muchas generaciones se dedicó a combatirla de la manera más eficaz que por aquel entonces se conocía: las inyecciones. Generaciones que, con el transcurrir de la vida, se han ido sucediendo y han ido dejando en el camino el recuerdo de un profesional que marcó toda una época en el ámbito sanitario de Elche.

Julio Ramón Benito (22/01/1924 -28/09/1993), que durante décadas fue conocido simplemente como «Julio, el practicante» (así se llamaban entonces a los ATS o enfermeros), fue a buen seguro uno de los precursores de los que, en la reciente pandemia del coronavirus, se denominaron héroes anónimos. Sería hiperbólico querer comparar ambas situaciones porque la incidencia, la gravedad, el número de fallecidos y el confinamiento de hace menos de cuatro años no tuvo parangón, pero los avances científicos y los recursos humanos de ahora están a años luz de los que existían décadas atrás. Por aquel entonces, las consultas médicas eran a domicilio, los hospitales eran tan reducidos que los pocos que existían se concentraban en las grandes ciudades y los fármacos que más se utilizaban eran los inyectables con la penicilina y sus derivados como paradigma del tratamiento más adecuado para las enfermedades que antaño se conocían.

Julio Ramón Benito

Como practicante surcaba las calles ilicitanas con su inconfundible Vespa, que sonaba de manera peculiar y característica entre los adoquines que precedieron al asfalto. Ese vehículo le transportaba de una casa a otra, a excepción de las dos horas diarias que pasaba consulta en el ambulatorio de San Fermín, en un recorrido que se prolongaba desde primeras horas de la mañana y hasta bien cerrada la noche. Era una dedicación que no entendía ni de domingos, ni de festivos, ni de jornadas de descanso, una verdadera cultura del esfuerzo que se llamaría en estos tiempos, que dejó su impronta entre quienes le rodeaban. En ocasiones, por el tratamiento en cuestión, tenía que pinchar varias veces al día al enfermo, circunstancia que incrementaba su volumen de trabajo cuando la incidencia de los virus hacía estragos entre la población. También tenía en casa una reducida sala habilitada como clínica donde recibía, siempre en la misma franja horaria diaria, a aquellos que acudían a recibir el correspondiente tratamiento o alguna cura de las heridas sufridas en percances diversos, amén de quienes padecían diabetes a los que tenía que inocular la correspondiente insulina que entonces no se la pinchaban los propios pacientes.

De carácter afable, siempre estaba dispuesto a buscar la sonrisa en sus visitas, como si tuviera que destensar un ambiente poco propicio. Sin embargo, provocaba auténtico pánico entre los más pequeños, que corrían despavoridos a esconderse en rincones y reductos en los que incrédulamente pensaban que estarían a salvo, cuando el timbre les anunciaba la llegada del practicante que les atemorizaba con sus jeringuillas. Un recuerdo que se ha quedado en el imaginario colectivo y que todavía rememoran aquellos que vuelven a bucear en el pasado de su infancia.

El ritual se repetía de forma sistemática en cada visita a cada enfermo, ya que los inyectables de un solo uso llegaron a utilizarse masivamente cuando su trayectoria profesional entraba en su recta final. De su pequeña cartera sacaba las jeringuillas de cristal al uso y, con el alcohol como combustible, las desinfectaba al fuego antes de introducir en ellas el contenido de los fármacos que inyectaba de inmediato en los pacientes. Un proceso en el que apenas transcurrían escasos minutos antes de emprender de nuevo su camino en dirección a su siguiente destino. El recorrido lo había organizado la noche antes para que primara la eficiencia, teniendo en cuenta el horario, las necesidades de los pacientes, la proximidad de cada domicilio al que tenía que acudir e improvisando sobre la marcha cómo atender aquellos nuevos avisos que se iban sucediendo a lo largo de la jornada a través de llamadas telefónicas o de forma presencial.

Como colofón a su labor, el Colegio de Enfermería de Alicante, con motivo de su jubilación, le nombró Colegiado Honorífico a Perpetuidad y le otorgó el Diploma de Honor de la Profesión en un acto de reconocimiento público de los compañeros que compartieron con él la atención y el cuidado de la salud de sus conciudadanos.

Julio Ramón, al margen de su prolífica actividad profesional en el mundo de la enfermería, recordaba orgulloso ser parte de la historia del deporte ilicitano al haber estado encuadrado en el primer equipo de baloncesto que se configuró en la ciudad, junto a otros componentes entre los que se encontraban Tomás Soler, Miguel Espinosa o Pepe Agulló y que alcanzaron el éxito al enfrentarse en 1943 al Barcelona, como campeones provinciales en un doble choque donde lo de menos fue el resultado (la abultada doble derrota fue inapelable), ya que el haber llegado hasta ahí fue todo un hito en aquel momento. Esa pasión por el deporte la tuvo también como aficionado, siendo uno de los fieles seguidores del Elche CF en su época gloriosa desde la década de los sesenta hasta la de los ochenta, no solo en el campo de Altabix o en el Nuevo Estadio (denominación inicial del actual Martínez Valero) sino también acompañando al equipo en aquellos desplazamientos más cercanos (Madrid, Valencia, Granada), siempre y cuando sus quehaceres profesionales se lo permitieran y estando presente, cómo no, en el Santiago Bernabéu en la histórica final de Copa que el equipo franjiverde disputó al Athletic Club de Bilbao.

Sirva esta breve semblanza como humilde homenaje y reconocimiento a un profesional sanitario que entregó lo mejor de su vida a paliar el sufrimiento y la enfermedad a quien se lo requería, sin importarle el esfuerzo y la dedicación que eso le suponía, al cumplirse cien años de su nacimiento y para que su recuerdo perviva con el paso del tiempo y no caiga en el olvido.

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