Les pongo en antecedentes. Aconteció el 4 de Agosto de 1984, Plaza de toros de Alicante, espadas José María Manzanares padre y los hermanos Esplá, pura esencia alicantina todos ellos. En uno de los lances tras preciosas chicuelinas en un toro que no era suyo, José Mari se acuesta sobre el capote, abandona estoque y muleta, mantiene su cabeza erguida apoyada en su mano derecha y dedica una orgullosa mirada hacia los tendidos que se abalanzaron al unísono a rugir destrozando sus manos haciendo levitar la plaza, entre cuyos asistentes yo me encontraba.

Hasta ahí todo suena igual que 32 años después su hijo hizo en Las Ventas este mayo saliendo por la puerta grande tras una faena que hasta los puristas del tendido 7, tradicionalmente el contrapunto al buenismo que quizá el resto de la plaza practica, acabaron por aplaudir. Pero la historia es otra bien distinta, ese mismo día, cuando yo me levanto de una barrera que él me había proporcionado, no me añado al asentimiento de la plaza, sino que enarbolo un gesto hosco y censurable agitando mis manos diciendo que no, por lo que consideraba era una falta de respeto hacia sus compañeros de terna; recuerden que por aquel entonces, igual que en años pretéritos, los de Tino y Pacorro, fueron los antecedentes de Manzanares y Esplá.

Si piensan que ahí terminó todo están errados, ahí empezó la historia que les voy a narrar, que no es más que una anécdota, pensaba yo que inocua, y todo por un color para algunos maldito, sí, el que piensan, herencia de Molière, el mal fario, el amarillo. Créanme que no fue a propósito, sólo que aún no se respiraba el cambio climático, y dado que en pleno mes de agosto amenazaba agua fui a la plaza armado de mi chubasquero asturiano con el que salen a la mar todos los marineros del Cantábrico, claro, de color amarillo, por si caen a la mar que se les vea pronto y les puedan auxiliar, habida cuenta de que antaño saber nadar y faenar en la mar eran incompatibles.

La bronca que me cayó fue del 15, unas filas detrás un manzanarista de la secta adoradora, de apellido Montalvo, me dijo de todo menos bonito, y cuando creía que el chaparrón ya había pasado, el mozo de espadas del maestro continuó con el segundo capítulo en términos menos educados haciendo gala de un castellano procaz con gestos amenazadores; vamos, galerna grado 1, aunque menos mal que el estoque todavía yacía con el toro en el albero.

Meses después coincidí con José Mari a la vuelta de las Américas, y en una larga y privada sentada me confesó que tras levantarse de la arena y encaminarse hacia el tendido lo único que vio fue una cosa gualda que se movía a ritmo alterado y movía sus brazos de lado a lado gritando no, no, no, con lo que la alegría de su pretendido gesto taurino se tornó en cabreo hacia el bulto que se movía y según avanzaba hacia la Presidencia y reconoció mi cara, duplicó su malestar.

Bueno, tras una larga noche nos dimos un abrazo fuerte y nos juramos mutuamente no hacer el gaznápiro en público nunca más, cosa que probablemente yo haya incumplido, lo que dio término a mi primera cita con las fobias del amarillo.

Como hombre de ciencias nunca he creído en los ajos plantados en una portería o en la gabardina marrón clara del ex del Madrid, Ramón Mendoza, o el Jesús del Gran Poder de Manuel Ruiz de Lopera, ex del Betis, y eso que he estado presente en todos los episodios paranormales anteriores, en román paladino, supersticiones. Evito identificar al plantador de ajos del Rico Pérez, el matavampiros, pero la hemeroteca seguro que le delata, aunque es verdad que no se trata de nada perseguible penalmente, dado que sentirse herculano está ubicado en otros códigos anclados en el corazón, rayanos en la locura, con colores mediterráneos que no se decoloran a pesar del tiempo que llevamos lejos de las ligas mayores y a las que, a buen seguro, volveremos.

Retornando a las citas amarillas, una más reciente y sobre todo muy dolorosa, porque la eliminatoria del año pasado contra los amarillos del Cádiz es un peso pesado en la leyenda negra que nos acompaña en los últimos tiempos.

Nunca sabremos las razones por las cuales el del pito que condenó a los nuestros con un penalti inexistente no ha vuelto a arbitrar desde entonces, nevera para un incompetente y otro año de travesía por el desierto sin el maná; la foto de un legionario con el puño en la mano dirigiéndose al placo del Cádiz dibuja a la perfección lo acontecido.

Los que hasta aquí hayan llegado ya comprenderán que ese color está empezando a hacerme perder la fe en mis creencias nada telúricas. Pero, hete aquí, que una pequeña burbuja en el cerebro despejó el Alzheimer y me recordó otra pelea inolvidable con iguales colores en estas mismas fechas hace 23 años en Las Palmas. El de Anna, Quique Hernández, Paco López, Torres, Falagán, Paquito, Rodríguez, Israel, el niño Parra y otros perros mordedores, fueron los cimientos para una victoria que nos llevó a Segunda División, en Hogueras.

En lo que a mí respecta, toca desempatar hasta que el amarillo sea un color más sin fetiches que acompañen.