Hay un hilo invisible que conecta a los mineros de Pensilvania que votaron a Trump después de quedarse sin trabajo con los anarquistas griegos que montaron barricadas contra los recortes impuestos por Bruselas tras la crisis de deuda del país heleno, los ganaderos británicos que apoyaron el Brexit creyendo que así salvaban sus cabañas y los jóvenes musulmanes sin futuro que se ven atraídos por la yihad.

"Les une una misma frustración: se sienten apartados de la fiesta de la globalización", sentencia el periodista israelí Nadav Eyal después de hablar con todos ellos y de visitar las pupas por las que supura el actual orden mundial. Lo explica en el ensayo 'Revuelta' (Debate), donde alerta de la "conciencia de rebelión" que se ha instalado en multitud de grupos humanos y que, según su diagnóstico, podría acabar amenazando la democracia y el progreso en el mundo.

¿La globalización fue una mala idea o una buena idea mal ejecutada?

La idea era buena, y de hecho ha aportado muchos beneficios. Piense en los mil millones de personas que han salido de la pobreza extrema en Asia en los últimos 20 años. Pero quienes han pilotado la globalización han cometido el error de preocuparse únicamente por la economía y olvidarse de las personas.

La economía afecta a las personas.

Cierto, pero si solo hablas de números y porcentajes, no reflejas la realidad. Si se fija, todos los libros que se han publicado en los últimos años sobre la globalización se centran únicamente en lo económico, pero ninguno repara en la transformación tan brutal que se ha producido en nuestras sociedades. Y la globalización es también una historia de emociones. De emociones convertidas en política.

¿Cómo son esas emociones?

Las que he analizado en este libro son de frustración y las expresan quienes sienten que han sido expulsados de la fiesta de globalización. En las fiestas, nadie suele acordarse de los que se han quedado fuera, pero están ahí, aunque no los veamos. No es solo que el sistema haya beneficiado a unos en perjuicio de otros. Es que estos últimos perciben hoy el poder como una estructura hueca y corrupta y que, desde luego, no cuenta con ellos.

"Aunque tengan motivos reales para el enfado, la gasolina que mueve esta rebelión es emocional, no racional, y funciona igual en todo el mundo"

¿Tienen motivos para sentirse así?

Por supuesto que sí. Cuando hablé con los mineros de Pensilvania que habían visto desaparecer su forma de vida tras el cierre de las minas, me decían: nuestros hijos son tan válidos como los de los neoyorquinos, ¿por qué tienen menos oportunidades? Se sentían abandonados y engañados, igual que deben sentirse hoy miles de españoles de zonas rurales que han sido marginadas. Yo me sentiría igual si fuera uno de ellos.

Ya sabe, el mundo ha cambiado.

Pero no se puede dejar a la gente tirada, porque entonces se frustra y se enfada, y al final se revela. Lo que nunca puedes hacer es decirle que todo va bien al que está pasándolo mal. En la campaña de 2016, cuando parecía que Clinton podía perder en Michigan y Pensilvania, llamaron a Obama para que animara a los votantes, pero su único mensaje fue: no dejéis que os confundan, el país va bien, el desarrollo económico es inmejorable, la mortalidad infantil ha caído en picado, vivimos en el mejor de los mundos posibles.

Y ganó Trump.

Porque les dijo lo que querían oír. Trump es un embustero, pero la gente le creyó porque les habló de sus problemas reales y les dijo algo que estaban sintiendo: el sueño americano está muerto. Y se ofreció a devolvérselo. Lo que pasó en Estados Unidos ha pasado en Francia, en Hungría, en Reino Unido… El nacionalismo y la ultraderecha se alimentan del cabreo y la frustración de la gente.

"Trump y el trumpismo no se han ido, siguen entre nosotros. De hecho, van por delante en las encuestas. Lo peor que podemos hacer es ridiculizarlos"

Pero esas recetas tampoco ofrecen solución a sus problemas.

Por supuesto que no, pero eso es lo de menos, lo importante es que les escuchan y no les tratan con la superioridad y el desprecio con que suelen tratarles las élites. Aunque tengan motivos reales para el enfado, la gasolina que mueve esta rebelión es emocional, no racional, y funciona igual en todo el mundo. De momento, se expresa a través del voto a formaciones extremistas, pero no necesita ganar elecciones para cambiar la historia.

¿Cómo que no?

El pensamiento dominante en la sociedad no lo definen las mayorías, sino los extremos minoritarios que logran introducir sus mensajes en el debate público y marcar la agenda. Eso ya está pasando. Hoy, el neofascismo está influyendo en los partidos moderados y en sus programas. Los economistas nos han acostumbrado a ver la realidad en términos de porcentajes, pero la historia no se mueve por dos puntos arriba o abajo de PIB de un país, sino por lo que les ocurre a determinados grupos humanos, que son los que suelen poner en marcha las revoluciones.

¿Ve posible ese escenario?

Hay una frase en la Biblia que me gusta mucho: “Dichoso el hombre que siempre tiene miedo”. Cuando perteneces a una especie que tiene el poder para destruir el planeta, lo mínimo que debes hacer es estar prevenido. Yo tengo miedo porque creo en el orden liberal, pienso que la globalización ha traído muchas cosas buenas y temo a la pléyade de grupos que amenazan el progreso, y aquí incluyo desde nacionalistas de ultraderecha y neofascistas a anarquistas radicales de izquierda pasando por todo tipo de populistas, fundamentalistas, conspiranoicos y charlatanes anticientíficos.

Parece un coro muy dispar para convencernos de que volvamos a la Edad Media.

El colapso de nuestro actual orden mundial no nos conduciría a la Edad Media, sino a un mundo mucho peor. Hace 1.000 años, al menos podías escapar del lugar donde vivías, pero ahora no hay escapatoria posible. En China suelen decir que Mao fue el hombre más poderoso de la historia de ese país, pero es falso. Mao no sabía lo que pensaba cada chino cada minuto del día, pero Xi Jinping, sí. En cuanto al futuro, padecemos una humana tendencia al autoengaño.

"Hay que dar la batalla del progreso y la ilustración, pero nadie nos asegura que la ganemos"

¿Pecamos de optimistas?

Creemos que el progreso es un cuento con final feliz asegurado, pero en realidad es muy frágil. Depende del acierto de las comunidades para resolver sus problemas y de los líderes para evitar los disparates. La historia no siempre avanza hacia adelante, también va para atrás. De hecho, la etapa de paz que se ha vivido desde la segunda guerra mundial es una excepción en la historia de Europa. Pensar que el progreso gana siempre es iluso. Mire Irán o Afganistán. O Putin y su invasión a Ucrania, ¿quién lo habría imaginado hace medio año? Uno se arruina poco a poco, hasta que de pronto se hunde en la bancarrota. Los colapsos funcionan así.

¿Qué se debería hacer y no se está haciendo para evitar esos negros presagios?

Lo primero es ser conscientes del peligro que afrontamos. Trump y el trumpismo no se han ido, siguen entre nosotros. De hecho, van por delante en las encuestas. Lo peor que podemos hacer es ridiculizarlos. Hay que escuchar las quejas de la gente y buscarles solución, no mirar hacia otro lado. Y hay que crear instituciones que no sean tramposas. No es posible construir la unión monetaria europea sin unión fiscal, porque entonces los griegos pagan el pato. Pero lo más importante es canalizar toda la frustración que late en multitud de rincones del planeta para convertirla en mejores condiciones de vida para la población, no en rabia y destrucción. Hay que dar la batalla del progreso y la ilustración, y nadie nos asegura que la ganemos.