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La Hermosa Niña de Pelo Turquesa

Leemos

La Hermosa Niña de Pelo Turquesa

A su paso, los guerreros se convierten en árboles.

Suelo adentro, los dedos de los pies atraviesan los cueros del calzado y se estiran sedientos, como raíces, a las profundidades de la tierra.

Cielo arriba, los brazos se alargan y se unen al follaje de antiguos cabellos. Las pálidas pieles van tornándose morenas y duras. Un solo tronco son las piernas. Las costillas se ramifican hacia la luz. Y el corazón de resina empieza a bombear una sangre fría, transparente.

Los guerreros se miran con horror, hombres plantados, casi árboles por completo.

Antes que el encantamiento les ensordezca para siempre, algunos escuchan los gritos de sus compañeros en la retaguardia. Es la niña que sigue avanzando.

A su paso, el viento hace remolinos, se alzan los caballos, el polvo se quiebra. Los hombres no entienden, no saben de quién defenderse, por dónde seguir. Basta que ella los roce. Y luego, nada más.

Oyen un último crujido antes de que una capa de corteza se extienda sobre sus orejas.

Árboles.

El hada, la Hermosa Niña de Pelo Turquesa, sonríe. Armaduras y yelmos son por fin carcasas dignas. Serán refugio, nido, leña, alimento.

Los hombres vivirán más de lo que dura una guerra.

Atardece. Algunos caballos galopan libres entre las primeras sombras que dan las hojas tiernas. Varias espadas duermen entre la hojarasca. Lleva el viento centenares de gritos en ecos siniestros.

Más tarde, la noche truena.

Y una tormenta baña el bosque nuevo.

Pero no siempre fue así.

La Hermosa Niña de Pelo Turquesa abre los ojos por primera vez. Está tendida sobre un pastizal. Escucha un llanto, se levanta y lo encuentra. No es la hierba que llora, es un recién nacido. Ya el rocío se secó sobre su frente y su cuerpo luce amoratado. Ella lo arrulla, él deja de llorar. Busca la madre, al padre, la casa. Nada. No hay nadie alrededor.

La niña es un hada, nació con el llanto del niño, y ha de cuidarlo siempre, para que no se asome a los abismos, para que no resbale al río, para que no coma bayas escarlata.

De pronto, una agitación entre la hierba. La niña gira, teme. Lo sabe... tarde. Los lobos anuncian su presencia apenas una respiración antes de lanzarse sobre sus presas. Devoran al niño y al hada, que muere, igual que el pequeño, justo después de haber nacido.

La maleza ondea con suavidad y en silencio.

Un hilo de viento levanta los restos de la niña-hada y la teje otra vez con la forma de una loba. Su pelaje es color turquesa y sus ojos, blancos. Antes de dar el primer paso, el hada-loba olfatea la sangre del niño, lame la tierra enrojecida y hace brotar un enebro. Luego rodea el retoño de árbol, lo arrulla con un aullido y se va.

Mientras el enebro crece y crece, ella se interna en el bosque, sin despertar a nadie.

Una luna albina brilla en el centro de la noche.

Durante mucho tiempo vaga el hada como loba. No tiene una manada. No duerme.

Busca en los huecos de los trocos, en cualquier manchón de hierba, cerca de hogueras extinguidas. Hasta que una noche, por fin, encuentra otro niño. Es otro hijo abandonado. Está muerto. La loba lame la piel del pequeño y al instante lo hace echar raíces.

Tarde escucha al cazador. Una flecha la sorprende entonces, atraviesa su pelaje azul turquesa.

Junto a la loba muerta brota un alerce.

Un hielo de viento levanta a la loba, la desteje y la vuelve a tejer otra vez, de plumas negras y blancas, y la corona azul turquesa. Un pájaro.

Vuela el hada convertida en carpintero imperial.

Y cuando el cazador, arrepentido, busca al hijo que ha abandonado en el bosque, no encuentra su cuerpo entre la hierba ni el rastro de la loba que ha flechado.

En su lugar, mira alzarse un alerce del que ya brotan flores rosáceas y escucha el toc-toc del picoteo de un hermoso pájaro con la corona azul turquesa.

Durante mucho tiempo vuela el hada como carpintero imperial. No duerme. Talla con su pico rostros de niños sobre los troncos. Mira hacia abajo al volar.

Busca.

Una mañana, todavía sin luz, oye un quejido. Vuela rápido hacia su encuentro y descubre a una niña pelirroja tirada en una alfombra de hojas enmohecidas. Tiene unos seis años.

La llevaron más allá del corazón del bosque y ahí la dejaron. Caminaron mucho sus padres. Tal vez ella les pidió que volvieran y ellos le dijeron «Solo un poco más», y al llegar la noche y el sueño la habrán visto quedarse dormida. Quizás hasta le habrán dado un beso de despedida antes de abandonarla.

El hada-pájaro sabe que la niña no aguantará una noche más. Morirá, como los otros, perseguida por alguna bestia o por la neblina. Entonces suplica a los espíritus del aire que la ayuden, que destejan y tejan con sus dedos de viento un encantamiento capaz de salvarla. A cambio ella les promete buscar a los padres de la niña, vengarla.

Los espíritus aceptan. Le proponen que ella tome el lugar de la niña y que la niña vuele con sus alas de pájaro.

La mañana empieza a clarear.

Las bestias observan desde sus agujeros, escondidas entre las zarzas, agazapadas tras alguna roca.

La neblina se desvanece.

Un carpintero imperial vuela de vuelta a su árbol. El plumaje de su corona es rojo.

Una niña avanza decidida. El viento le teje tres trenzas en su pelo color turquesa.

Tomado de El dragón blanco y otros personajes olvidados.

Autor: Adolfo Córdova

Ilustrado por: Riki Blanco

Editado por: Fondo de Cultura Económica

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