En uno de mis viajes diarios por las procelosas aguas de la información, suelen acaparar mi atención los más variados errores lingüísticos. Y no es que me afane en encontrarlos, sino más bien sucede que su aleatoria presencia me sigue produciendo la misma preocupación. Y como mi balsa de gazapos está que se desborda tras la lectura demorada de estos últimos días, les trasvaso a ustedes algunos de los que todavía flotan en mi memoria, consciente de que no se trata de corregir a nadie (hacerlo sería un atrevimiento que crearía una gratuita animadversión por quien esto escribe, pues ya saben aquello de que quien corrige con educación, enseña, y de lo contrario, irrita).

Acostumbro a salir de casa con los auriculares bien colocados. E inmerso en el zapeo de emisoras, escucho que el "Elche CF está diligenciando (habría bastado negociando) la contratación de un delantero". De inmediato pienso en "La diligencia" de mis tardes infantiles, esa película que me trasladaba al lejano oeste. Y con cierta indulgencia, me mantengo en el dial, al tiempo que reflexiono sobre la dificultad de escribir y hablar correctamente.

Tenía razón Lázaro Carreter cuando escribía en su magnífico libro "El dardo en la palabra" que la informalidad y cierto desaliño expresivos eran casi siempre fruto del desconocimiento, una artimaña para escamotear la incapacidad de un escritor en su búsqueda de la exactitud. Hay que ser comprensivos, pero rigurosos. Y es esta actitud la que nos permite aceptar con un rictus en los labios algunos errores de calado en muchos de los textos escritos (mayormente, por sindicalistas y políticos) en este recuadro informativo que nos regala INFORMACIÓN. El uso correcto de la lengua requiere un cambio de actitud y el descubrimiento de que cada hablante posee la aptitud necesaria para expresarse con corrección. Muchos de los errores en el lenguaje oral y escrito proceden de nuestra desidia, de la falta de curiosidad intelectual para buscar en el diccionario una determinada palabra, del interés por conocer las normas básicas de puntuación, de cierta renuencia a escribir borradores, esos textos que según Lope de Vega había que dejar oscuros para transmitir las ideas con claridad. Porque éstas difícilmente se hilvanan con coherencia al primer intento. Y como todo requiere un tiempo de elaboración, confiar a la improvisación la expresión de nuestros pensamientos es facilitar el error y la chapuza, es confundir la naturalidad con el desconocimiento. Por tanto, todos tenemos aptitudes para expresarnos con corrección, pero es necesario un cambio de actitud ante la lengua. Sólo así tendremos curiosidad (les decía hace unos días a mis alumnos) para nombrar, pongamos por caso, "alcorque o teodolito", realidades inanimadas que vemos desde las ventanas de clase, y a las que hay que referirse, si se desconoce su vocablo, con el dedo o con la palabra "cosa".

Sin embargo, no creo que haya que escandalizarse por el mal uso del lenguaje en los medios (lugar donde también se escribe la mejor literatura), pues ya en el siglo IV un filósofo latino de nombre tan vírico como Arnobio de Sicca mostraba cierta comprensión por la chapuza lingüística: "¿Qué importa el cometer un error en el número, o en el caso, en la preposición, el participio o la conjunción?" Acostumbrado como está uno a leer cuanto se le ponga ante los ojos, es difícil no reparar (por poner un botón de muestra) en esa manía aún vigente de usar el genitivo sajón (D'Copas), con la pretensión de que el rótulo contribuya también a conferir una incuestionable modernidad a un local determinado.

Debemos cuidar nuestra lengua materna, cualquiera que sea, sencillamente porque somos deudores de una tradición, y nuestras palabras son el eco de otras voces más autorizadas que nos han alimentado el espíritu y la inteligencia. Las palabras configuran el pensamiento; sin ellas el pensamiento no se concreta. Fue Wittgenstein, quien afirmó: "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". En este mismo sentido, Salinas se refirió a que palabras y pensamiento se retroalimentan, de manera que el hombre que entiende a medias no entiende. Necesitamos las palabras para comprender el mundo, para articular el pensamiento, para expresar, en fin, las emociones y los pensamientos. Esta reivindicación de la palabra plena y exacta, de la necesidad de ampliar el caudal léxico, no procede, claro es, de ningún afán purista ni enciclopedístico, sino más bien de la búsqueda de la precisión expresiva, de esa llaneza que Don Quijote aconsejaba a Sancho. Y estaría bueno que un lector atento encontrara algún desliz en cuanto precede.